viernes, 12 de agosto de 2011

Espiritualidad laical: el deber de estado es un culto


Continuamos con con la publicación de textos de Sertillanges.
El cristiano debe considerar igual estar en su Banco, en su oficina, en su fábrica, en su finca o en el cielo, pues en todas partes encuentra a Dios. El trabajador cristiano es un adorador... yo diría que un sacerdote. Una mujer que cose con espíritu elevado me sugiere la imagen del destino uniendo las fracciones de la eternidad, y sus tijeras —cayendo en el silencio suplicante— despiertan en mí el recuerdo del toque emocionante de las horas en una Iglesia durante una ceremonia. Establecida la armonía entre el alma y aquello que permanece no hay más que vivir plenamente y poner todo nuestro ser en nuestra obra para de este modo formar parte de lo eterno.
Es una aberración de consecuencias incalculables disociar la vida religiosa de la vida doméstica o profesional. Todo lo que pertenece al hombre es religioso o debe serlo. Me gusta mucho aquella observación de Barrés en sus Cahiers. Contemplando de lo alto de una colina los terrenos de cultivo, escribía: «Tapices amplios, tapices de oración. La oración de cada familia: el pan nuestro de cada día, dánosle hoy».
Se ha reprochado a nuestros clásicos el separar en sí mismos, sintomáticamente, por decirlo así, al autor, al hombre y al cristiano. Esté o no fundado el reproche, más que ellos mismos lo merecemos nosotros, si de hecho separamos —aunque no sea por sistema— al hombre, al cristiano y al profesional de cualquier oficio. El antídoto para tal separación será la noción cristiana del deber de estado.
Noción que descubre el espíritu profesional que rige la obra, pero no al hombre; noción que otorga su lugar correspondiente al espíritu humanista tal como lo conciben Erasmo y Montaigne, espíritu que se refiere al hombre, pero no al cristiano; noción que, sin embargo, se reserva en propiedad el espíritu religioso que impregna de sobrenaturalidad a la nueva naturaleza adaptada y hecha con ello más pura, poniéndose de este modo en condiciones de regirlo todo.
¡Cómo aumentaría nuestra mutua comprensión, y cuántas objeciones desaparecerían si se tuviera en cuenta que la Religión no se propone otra cosa que arrancar y transformar en nuestra vida todo aquello que la extravíe o la amenace!
¿Y por qué ha de transformar sólo alguna cosa siendo así que lo transforma todo? La transformación es la transfiguración de nuestra vida por medio de la sublimación de sus inspiraciones y de la prolongación hasta lo infinito del fin último de sus anhelos.
Mucho tiempo ha que lo dijo el sabio hindú: «El hombre que está satisfecho de su deber, sea el que sea, llegará a la perfección. Escucha, no obstante, cómo llegará. El hombre consigue su perfección glorificando en sus obras a Aquel de quien todos los seres proceden y por quien este Universo ha sido creado. Prefieren cumplir su deber, por muy bajo que sea, antes que el ajeno por mucho que éste le aventaje; y es que no puede pecar el hombre que realiza una obra derivada, por decirlo así, de su propia naturaleza». Ahora bien; ¿será menos sabio que el que esto dijo, el fiel que ha sido ya prevenido por Cristo y escudado por la Iglesia con su doctrina?
No basta —si es que se ha hecho así— que únicamente estén impregnados del espíritu evangélico aquellas facetas de nuestra vida consagradas al culto; es preciso que lo esté nuestra vida entera. Y el deber de estado es precisamente un verdadero culto; es el culto de los días laborables; es la plegaria incesante que Cristo nos pide, siempre que trabajemos en su nombre.
El cristiano que lleva adelante sin desmayo y lo mejor que puede esta vida que Dios le otorgó; que cumple su deber en el hogar, en el astillero, en su estudio o en su despacho de negocios, en el cuartel, en la redacción, en la sociedad y aún en el estadio y en el mismo juego, y que lo hace todo con verdadero espíritu religioso, es decir, con el fin de dar gloria a su Creador y de acercarse más y más a El con los suyos y con todos, a través de la existencia, éste hombre, este cristiano, no cesa de orar; para él se dijo: el que trabaja ora; si bien debe también recordar a su debido tiempo que este proverbio tiene su correspondencia: el que ora trabaja.
La vida es una, pero una en Dios. Dios nos la dio, El que se da a sí mismo en lo más íntimo del corazón y espera entregarse algún día en toda su plenitud. En consecuencia, ningún progreso se presenta hoy tan necesario como éste: esclarecer plenamente en nuestra alma las exigencias de nuestra vida cristiana respecto de nuestras labores cotidianas, de nuestra vocación humana y del lugar que cada uno de nosotros ocupa acá abajo.