lunes, 26 de diciembre de 2016

lunes, 19 de diciembre de 2016

Cristiandad y laicidad

Hay palabras de diversos significados cuyo uso es problemático y a veces suscita confusión. Un caso paradigmático es el término laicidad. En efecto, a menudo se lo emplea en sentido opuesto a confesionalidad, para calificar la posición de un Estado respecto de la Iglesia: aconfesional, religiosamente neutro, separación Iglesia-Estado, “Iglesia libre en Estado libre”, etc. Así, se dice que España es un Estado laico, porque ninguna religión tiene carácter oficial. Si se hace de esta situación de hecho un principio por el cual Estado debe ser aconfesional, en tesis, se termina en uno de los errores de Maritain.  
Sin embargo, no es este el único significado que puede tener el término laicidad. El arzobispo M. Lefebvre (aquí) registró otro de importancia:
“2. Distinción de la Iglesia y del Estado. El Estado, que tiene por fin directo el bien común temporal, es también una sociedad perfecta, distinta de la Iglesia y soberana en su dominio. Esta distinción es lo que Pió XII llama la laicidad legítima y sana del Estado (2), que no tiene nada que ver con el laicismo, error que ha sido condenado. ¡Atención entonces de no pasar del uno al otro! León XIII expresa bien la distinción necesaria de las dos sociedades:
Por lo dicho se ve como Dios ha dividido el gobierno de todo el linaje humano entre dos potestades: la eclesiástica y la civil; ésta que cuida directamente de los intereses humanos; aquélla de los divinos. Ambas son supremas, cada una en su esfera; cada una tiene sus límites fijos en que se mueve, exactamente definidos por su naturaleza y su fin, de donde resulta un como circulo dentro del cual cada uno desarrolla su acción con plena soberanía. (3)
3. Unión entre la Iglesia y el Estado. ¡Pero distinción no significa separación! ¿Cómo los dos poderes se ignorarían, ya que recaen sobre los mismos súbditos y frecuentemente legislan sobre las mismas materias: matrimonio, familia, escuela, etc.? Seria inconcebible que se opusieran, cuando al contrario su acción conjunta es requerida para el bien de los hombres.”
_________
(2) Alocución a los habitantes de las Marcas del 23 de marzo de 1958.
(3) Encíclica Immortale Dei, en E. P., pág. 326, n. 11, cf. Dz. 1866
Aquí laicidad -calificada como legítima y sana- tiene un significado distinto de laicismo y de aconfesionalidad. Significa que el Estado, también cuando es confesional y católico, no deja de ser sociedad perfecta, una realidad distinta, aunque no separada de la Iglesia, una comunidad suprema en su orden, soberana, con naturaleza y fin propio no opuesto sino subordinado al fin de la Iglesia. De modo que un Estado católico es también laico, en este sentido sano y positivo, pues no se confunde con la Iglesia y posee una esfera de acción propia.
Quien esté interesado en profundizar este tema puede leer un valioso trabajo de Dr. Carlos Arnossi (completo, aquí). Reproducimos un fragmento de sus conclusiones:
“…contrariamente a lo que muchos piensan, Pío XII no opone legítima sana laicidad a Cristiandad. Por el contrario, las identifica al enseñar que la laicidad, cuando es legítima y sana es distinción mas no separación entre la Iglesia y el Estado. Y este tipo de unión se da en la comunidad política que es verdaderamente católica en cuanto tal, es decir, la Cristiandad…”.
  

jueves, 15 de diciembre de 2016

¿Confirmados en gracia y ortodoxia?



En una entrada precedente hablamos de la posibilidad de ser luteranos sin saberlo. Uno de los modos de “luteranizarnos” sería desdoblarnos e imitar a aquellos hombres decimonónicos que vivían la fe como un crede firmiter público -gesto retórico, apologético- más que como una auténtica disposición espiritual informada por la caridad e integrada en un organismo espiritual. 
No pocas veces esta tentación consiste no tanto en el crede firmiter como en combatir públicamente los errores. Podría describirse esta actitud como una opción fundamental contra el modernismo: se trata de ser un anti-modernista militante. Lo cual no es malo y, en algunos casos, va unido a un conocimiento suficiente de la buena doctrina; pero en otros, bastante frecuentes, apenas si se complementa con algunas ideas teológicas muy superficiales y mal asimiladas. Junto a esta falta de profundidad y de rigor, suele darse el hábito de lanzar anatemas sin fundamento, por logofobia
Esta actitud arranca de un olvido fundamental: mire, pues no caiga el que piensa estar en pie”, dice San Pablo (1 Cor 10,12). Y comenta Santo Tomás:
“...aquéllos, aunque favorecidos de Dios por sus beneficios, por tan mal agradecidos, y por sus muchos pecados, perecieron. "Así que, pensando en eso, quien juzga, por alguna conjetura, que esta firme, es a saber, que esta en gracia y caridad, mire, con solicita atención, no caiga, pecando, o haciendo a otros pecar. ¿Como caíste del cielo, Lucifer? (Is 14,12). Caerán a tu lado mil y diez mil a tu diestra (Ps 90, 7). Por eso dice en Efesios: "mirad como camináis, de modo que lo que andáis lo andéis con tiento y cautela".
El cristiano no está confirmado en gracia y quien hoy es justo, simultáneamente es pecador en potencia, puede caer y serlo en acto. Y esta misma observación autoriza a sostener, correlativamente, que quien es actualmente pecador, también es potencialmente justo, pues sólo la muerte cierra la posibilidad de conversión y nadie está confirmado en el mal fuera de los demonios y condenados del infierno.
Lo mismo hay que decir de la ortodoxia. El católico anti-modernista militante no por ello está confirmado en la buena doctrina en todos los temas. Puede desviarse aunque no lo haga de modo consciente. En ambientes tradicionales puede haber un manojo de heterodoxias pesimistas en diversos campos: antropología, eclesiología, moral, espiritualidad, relaciones naturaleza-gracia, sacramentos, etc. Herejías que muchas veces ignoramos, porque suponemos de modo simplista que todos los heterodoxos son "progresistas", o "liberales", como si no hubiera herejías "de derecha"...
En fin, el anti-modernismo militante -incluso cuando es conforme a la verdad, y no lanza anatemas ridículos- no es una opción fundamental que nos confirme en gracia ni tampoco una vacuna que garantice una ortodoxia integral.


sábado, 10 de diciembre de 2016

Feeney

Sobre la condena al p. Leonard Feeney, y sus alcances, se ha publicado mucho en diversos blogs (un documentado estudio del p. Brian Harrison, aquí). El tema nunca nos ha interesado de modo particular. Porque además del documento del Santo Oficio, el sentir común de los teólogos se ha manifestado pacíficamente en favor del bautismo de deseo implícito. Así, por ejemplo, P. Parente, destacado representante de la Escuela Romana: “el que bajo el influjo divino hace un acto de fe y alcanza después la santificación, adhiriéndose a Dios y a su voluntad, pertenece ya de alguna manera a la Iglesia (suele decirse: al alma de la Iglesia), y teniendo un deseo implicito del Bautismo pertenece también al cuerpo de la Iglesia in voto”.
Causa sorpresa leer a veces intentos de “ponerle puertas al campo” en lo tocante a la acción de la gracia. Se olvida la omnipotencia divina, la voluntad salvífica universal, que la gracia es un don gratuito y que Dios puede darla por cauces extra-sacramentales.
Reproducimos al pie el decreto del Santo Oficio para quien pueda estar interesado en conocerlo. Transcribimos la nota introductoria de la fuente para precisar mejor el contexto:
Condenación del P. Feeney, de Boston
En el año 1949 se desarrolló una violenta polémica en que, contra el parecer común de los teólogos católicos, el P. Feeney y un pequeño grupo de adeptos suyos defendió que nadie podía salvarse si no pertenecía de hecho a la Iglesia católica. Con ello quedaban excluidos de la salvación muchos protestantes de buena fe y aún muchos paganos que pueden recibir el bautismo de deseo y salvarse por un acto de caridad perfecta. Para dar lugar a la defensa de los inculpados de error, el Santo Oficio ha tardado hasta hoy en dar su sentencia definitiva, y lo hace con el decreto condenatorio siguiente. A continuación añadimos dos breves exhortaciones con que el Arzobispo de Boston ha acompañado la promulgación del edicto en su órgano oficial.
Feeney condena by Martin Ellingham on Scribd

martes, 6 de diciembre de 2016

El progreso ultramontano

Ultra montes, ultramontanos, los que están más allá de las montañas. El ultramontano no está en la Edad Media, no es más que un concepto geográfico, un modo, por lo demás alemán y francés, para definir todo lo que es italiano. Sólo después de la reforma protestante, si no desde la época de los disturbios anti-curialistas de Felipe el Hermoso y Luis de Baviera, adquirió un significado esencialmente político, que interceptaba polémicamente la formación de la moderna soberanía estatal, ya que ultramontano, y finalmente “ultramontanista”, se convirtió en el enemigo público que obedecía a Roma más que a la iglesia nacional y a su cabeza. El sentido político de ultramontanismo entró en el vocabulario católico, especialmente en Austria, cuando católico romano se convirtió en opositor del jurisdiccionalismo siglo XVIII. El “ultramontanista” volvería a aparecer durante el Concilio Vaticano I como antagonista de todo el mundo moderno.
Es notable e inesperado el retorno de este tipo de intelectual en las páginas de El desarrollo orgánico de la liturgia del benedictino Alcuino Reid, un estudio importante y muy profundo sobre la historia del “Movimiento litúrgico”, que durante un lustro intentó afrontar de diversas maneras el problema de la "actuosa participatio" de los fieles en la liturgia, hasta consignar los últimos frutos de un largo recorrido por los reformadores post-conciliares. Editado en los EE.UU., con un prefacio laudatorio del cardenal Joseph Ratzinger, el volumen ha sido recientemente publicado en italiano por la editorial Cantagalli (Lo sviluppo organico della liturgia, Siena 2013, pp. 432).
Reid, siguiendo de cerca la idea de Newman de un "desarrollo doctrinal", aunque dominado por el desarrollo político e histórico, pone el principio firme de una evolución litúrgica orgánica: la "tradición litúrgica objetiva"; y así supera los autores y las fases del “Movimiento litúrgico”. Interesante y fecunda, incluso para un juicio sobre la actualidad, es la individuación precisa y, en varias ocasiones, reiterada, de los dos enemigos principales de la tradición litúrgica: el “arqueologismo” y la “pastoralidad” -los mismos principios que Ratzinger define en el prólogo, con una expresión que es más que una condena, los "unholy twins". De acuerdo con el esquema ya elaborado por el liturgista y jesuita Joseph Jungmann, los dos "unholy twins" son perfectamente idénticos, porque, si aquello que es primitivo es necesariamente sencillo, lo que es sencillo se ajusta mejor a las necesidades del hombre moderno y es eminentemente pastoral.
“Arqueologismo” y “pastoralidad” necesitan, a su vez, de dos actores, la ciencia litúrgica que identifica con certeza y método incuestionables lo que es antiguo, y la autoridad del Papa que, en nombre de la antigüedad y de la “pastoralidad”, realiza la reforma. Reid, que en varias ocasiones ha resaltado el peligro de convertir la “tradición litúrgica objetiva” en una antigüedad producto del método científico, se ocupa también del problema de la autoridad. De acuerdo con la regla católica de la evolución homogénea, la autoridad, incluso la del Papa, no debería ser más que una instancia declaratoria, incluso en un sentido evolutivo (de lo implícito a lo explícito), del contenido objetivo de la Tradición, aquí de una Tradición litúrgica indisolublemente ligada a la Tradición dogmática (lex orandi lex credendi). En estas circunstancias, a la luz de los desarrollos posteriores, incluso funestos, se manifiesta la ausencia de vínculos con la Tradición en la Encíclica Mediator Dei de Pío XII, o sea, la posibilidad de que se pueda considerar tradicional cualquier reforma litúrgica, solamente por el hecho de ser aprobada por un Pontífice. Es en este punto que emerge la presencia en la Iglesia de los años cincuenta y sesenta de una corriente que se aprovecha con cierta facilidad de la laguna de la Mediator Dei y que Reid define, de manera muy acertada, como "ultramontanista".
Si se quisiese trazar la genealogía ideológica interna, y no sólo política, del “ultramontanismo” más sobresaliente, deberíamos recurrir a los celosos jesuitas de Salamanca, magistralmente evocados por Owen Chadwick en un capítulo del imperdible From Bossuet to Newman (University Press, Cambridge, 1957), los cuales pretendieron extraer conclusiones dogmáticas ciertas, a partir de premisas inciertas, cuando estás últimas fuesen tan sólo confirmadas por la autoridad. Es evidente que de esta manera se sustituye la inmutabilidad de la Tradición por la intención de la autoridad. Después de unos pocos siglos, esta lectura “soberanista” de la infalibilidad, que se entremezclaba con las categorías positivistas de Derecho Público de los años 60 del siglo XIX, sería derrotada en el Vaticano I -junto con las corrientes opuestas, anti-infallibilistas, capitaneadas por Dölinger- y reasumiría la esencia misma del ultramontanismo decimonónico, de acuerdo con su concepto clásico. Tal lectura quizá podría justificarse históricamente -no en el plano doctrinal- como último remedio ante el movimiento revolucionario, socialista y liberal, surgido desde 1848. No es de extrañar que entre los ultramontanos hubiera hombres como Donoso Cortés, el cardenal Manning, el padre Guillermo Faber, el abate Migne, cuyo servicio a la Iglesia Católica y a la mayor gloria de Dios no puede ser discutido en absoluto.
El “ultramontanismo” hodierno, descrito por Reid en su etapa germinal, ya no pretende más hacer frente a la revolución mundial con la fuerza irreducible y ocasionalista de una decisión soberana que frena la revolución social sólo desde el momento en que no se entrega a ella. La idea neo-ultramontanista para consolidar en un sistema unitario de reforma a los “unholy twins” –hoy, evidentemente, más de dos– es la voluntad del obispo de Roma, mientras que las mismas formas de la infalibilidad parecen diluirse en la incertidumbre positivista de la unidad de mando, siguiendo a la revolución mundial desde el momento en el cual la “pastoralidad” (uno de los “unholy twins”) se ha convertido coherentemente en norma fundamental de los actos de la Iglesia. Un primer resultado nefasto es la destrucción formal (a fuerza de decretos) del culto al cual asiste cada católico. Así, el nuevo ultramontanismo se hace tanto más radicalmente partidario de la autoridad del Papa, cuanto más se incrementa su poder, transformándose en él, y erosionando los cimientos de la Tradición; cuanto más abandona "el recinto de Pedro", y del papado, para exponer así su debilidad. Se podría decir que el nuevo ultramontano defiende sobre todo el poder del Papa, aunque al precio de su autoridad.
Se asiste así a una obediencia que de racional se hace ocasionalista, para convertirse, en última instancia, en irracional: “Los tiempos han cambiado, ¡lo dijo el Papa!”. El hecho de que los antiguos enemigos de la soberanía papal son hoy en día los ultramontanos más consistentes, no es de extrañar, ya que el punto de inflexión pastoral del Vaticano II vincula el ministerio de Pedro (no es su esencia íntima, por supuesto) a la locomotora de la historia hegeliana, la economía y el progreso humano. Menos obvia aparece la posición de los conservadores de hoy, cuyo papel en Italia es notoriamente representado por Massimo Introvigne, don Piero Cantoni, p. Giovanni Cavalcoli, Andrea Tornielli y el gran coro de “Comunión y liberación”. Como los antiguos jesuitas de Salamanca, todos estos señores han perdido desde hace mucho tiempo la reverencia y el sentido de la verdad católica de las premisas, contentándose con la voluntad suprema. Ya no hay argumento, Santo Tomás ha muerto, y ha muerto el silogismo.
Tomado y traducido de:

lunes, 5 de diciembre de 2016

Juan Carlos Ossandón Valdés


Juan Carlos Ossandón Valdés es Profesor de Filosofía (P.U.Católica de Chile, 1963); Licenciado en Filosofía y Letras (U. Complutense. Madrid. 1965), Doctor en Filosofía y Letras (U. Complutense. Madrid, 1966). Actividad docente: Puerto Rico: Catholic University of Puerto Rico. Ponce (1967-1972). Chile: P. U. Católica de Chile, U. Santa María, U. Metropolitana de Ciencias de la Educación, U. Gabriela Mistral. Actualmente ejerce la docencia en la P. U. Católica de Valparaíso y en la U. Adolfo Ibáñez de Viña de Mar. Publicaciones: Autor de varios libros y numerosos artículos publicados por revistas especializadas nacionales y extranjeras. Ha dictado charlas a través de todo el territorio nacional y en el extranjero.
En estas bitácoras se reproducen diversos trabajos del profesor chileno:
http://naturaboni.blogspot.com

sábado, 3 de diciembre de 2016

Blog no apto para todo público


El lndex librorum prohibitorum era una lista oficial de los libros cuya lectura se prohibía a los católicos sin el permiso de la autoridad competente bajo amenaza de una sanción canónica. Fue abolido en 1966, por diversas razones, una de las cuales -tal vez la más actual en la era de Internet y los libros digitales - es la imposibilidad de hecho de mantenerlo actualizado.
A partir de la abolición del Index algunos pensaron que un cristiano puede  leer cualquier cosa. Esto es un error.
“En unos pocos decenios parece haber cambiado bastante en Occidente la sensibilidad hacia la ortodoxia y hacia lo que la hiere. Un texto de Arturo de Iorio, publicado en 1951, puede ilustrarnos la afirmación anterior. Dice así: «Los fieles deben abstenerse de leer no sólo los libros proscritos por ley o decreto, sino todo escrito que les exponga al peligro de perder la fe y de depravar las costumbres. Es ésta una obligación moral, impuesta por la ley natural, que no admite exención ni dispensa. La gravedad de esta obligación es proporcional al peligro a que se expone el alma. Ahora bien, como los simples fieles raramente estarán en situación de apreciar el peligro en que se van a encontrar, es natural que la Iglesia, con oportunos avisos y prohibiciones, les mantenga alejados de las lecturas malas» (Indice dei libri prohibiti, en Enciclopedia Cattolica, Città del Vaticano 1951). Un texto como éste, que hace medio siglo era lo normal, ahora resulta apenas imaginable. Sin embargo, dice la verdad.” (Iraburu).
Ante esta situación, S. Josemaría Escrivá de Balaguer tomó la decisión de establecer un Index para uso interno del Opus Dei denominado Guía bibliográfica. La institución continúa actualizando esta guía cuyo contenido puede consultarse aquí. Es una medida prudencial, opinable, que no discutimos ahora. La guía contiene diferentes notas o censuras que expresan la valoración moral de distintas obras, que reproducimos a continuación:
¿Qué significan las valoraciones morales en las obras de pensamiento?
En el caso de obras de Pensamiento (P), agrupamos los títulos según el nivel de conocimientos que a nuestro juicio son necesarios para valorar las implicaciones de sus afirmaciones respecto al Evangelio.
P-A1 o P-A2: los libros presentan las cuestiones doctrinales atendiendo a la enseñanza común de la Iglesia, tal como se expone, por ejemplo, en el Catecismo de la Iglesia Católica, y evitando temas complejos o aún particularmente sujetos al debate teológico. Según den por supuesto o no un mínimo de formación cristiana previa, los subdividimos en:
P-A1: Público general.
P-A2: Lectores con cultura general o formación cristiana básica.
P-B1 o P-B2: en estas categorías incluimos libros que quizá precisen una formación cultural amplia (P-B1), o incluso universitaria en los argumentos tratados (P-B2), de cara a poder hacerse cargo de cómo se relacionan con la fe. Ocasionalmente, en estos libros (P-B2, sobre todo) se pueden dar por seguras posiciones muy difundidas contrarias a la fe, aunque son fáciles de reconocer por un lector con cierta formación cristiana que haya estudiado el tema (p.ej., tesis evolucionistas de corte materialista en manuales de filosofía o de historia).
P-B1: Requiere conocimientos generales de la materia.
P-B2: Lectores con formación cristiana y cultura específica sobre el tema.
P-C1, P-C2 o P-C3: las implicaciones de los temas tratados, o el conocimiento de las razones que invalidan algunas tesis expuestas en el libro, requieren siempre una profunda formación en el área de que se trate, ya sea universitaria (P-C1), o especializada (por ejemplo, un doctorado: P-C2): de ahí que, en estos casos, hayamos preferido que las explicaciones hagan hincapié en los contenidos objetivos del libro, más que en el posible público lector. La valoración P-C3 se reserva para libros que se dirigen a contradecir o negar algunos aspectos de la fe o de las enseñanzas del magisterio católico.
P-C1: Presenta algunos errores doctrinales de cierta entidad.
P-C2: Aunque la obra no se presenta como explícitamente contraria a la fe, el planteamiento general o sus tesis centrales son ambiguos o se oponen a las enseñanzas de la Iglesia.
P-C3: La obra es incompatible con la doctrina católica.
¿Qué tiene que ver esto con nuestra bitácora? Se nos ha reprochado publicar contenidos que no serían convenientes para las “masas de católicos”. Lo que significa, usando las categorías del índice opusino, que divulgamos contenidos que no pertenecen a la categoría P-A1/P-A2, contenidos que no serían aptos para un público general, ni tampoco para lectores con formación cristiana básica. Y esto es verdad respecto de muchas de nuestras entradas (p. ej., sobre la falibilidad de las canonizaciones), razón por la cual colocamos una cita de Castellani como aviso para navegantes desprevenidos. 
Si el fin principal de nuestra bitácora fuera llegar a esa “inmensa parroquia” de formación cristiana básica, no publicaríamos nada porque ya existen numerosas páginas “generalistas” aptas para todo público y no vale la pena repetir lo que otros explican mejor. 
Nuestro blog se dirige principalmente a lectores con conocimientos generales de teología o con formación cristiana y cultura específica sobre ciertos temas. Procura exponer la verdad católica con mayor profundidad, mostrando matices o aspectos olvidados, desconocidos, silenciados. 
Objetivamente no hay nada reprochable en hacerlo. Porque nada obliga a exponer la doctrina católica sin más profundidad que la de un catecismo elemental. Y si alguno se escandaliza, esto se debe no al contenido de las publicaciones, sino a la deficiente formación del escandalizado, que en todo caso debiera ser más prudente en sus lecturas a pesar de la abolición del Index. Tal vez puedan darse casos de lo que en el argot teológico se denomina escándalo farisaico. Pero, como enseñan los doctores, este tipo de escándalo es despreciable.



miércoles, 30 de noviembre de 2016

¿Ocultar o disimular la fe?



En la entrada precedente mencionamos la cuestión de si puede ocultarse o disimularse la fe. La respuesta es afirmativa, si se dan ciertas condiciones. Cosa que no sólo puede ser conveniente sino  -en algunos casos- hasta obligatoria.
Tal vez alguno confunda este prudente disimulo de la fe con la cobardía del respeto humano. Porque supone que la profesión externa de la fe es una norma moral absoluta. Para evitar esta última confusión, los moralistas -siguiendo a S. Tomás y a S. Alfonso (aquí, aquí y aquí)- enuncian unos principios reflejos y los aplican a diversos casos que pueden presentarse. Conviene ahora advertir sobre una falacia bastante frecuente: la resolución de casos es un procedimiento legítimo y útil para probar los principios morales; mientras que la casuística es un desarrollo anómalo de la ciencia moral. Es importante resaltar este punto porque no es raro encontrarse con personas que, con un conocimiento superficial de la doctrina moral, se escandalizan ante la solución tradicional de casos difíciles, y creen que se hace casuística cuando en realidad se aplican los principios.
Para comenzar, cabe recordar que nunca se puede negar la fe ni profesar una religión falsa, aunque cueste la propia vida. Pero las dudas surgen cuando se trata de ocultar o disimular la fe verdadera.
Veamos algunos principios para luego pasar a la solución de casos.
A) Principios reflejos.
1. Puede ser lícito, laudable y hasta obligatorio, ocultar o disimular la fe.
“359. P. ¿Es lícito ocultar la fe? R. Fuera de los casos en que hay obligación de confesar la fe, es lícito. En algunos casos es más laudable, y casos hay en que hay obligación grave de ocultar la fe. Cuando los fieles quedarían abandonados, cuando se suscitarían inútilmente las iras y las persecuciones del tirano, etc., sería un deber ocultar la fe, no siendo preguntado por autoridad pública. He aquí las palabras de Santo Tomás: «Si la perturbación de los infieles es provocada por la confesión de fe manifestada sin utilidad de ésta o de los fieles, no es laudable semejante confesión de fe.» (2. 2. q. 3 , art. 2 ad 3)” (Morán).
2. Hay unas reglas para cuando se oculta o disimula la fe. Repárese muy especialmente en la importancia que tiene el significado primario, y objetivo, ciertos gestos y acciones en relación con la profesión externa de la fe. Ésta es la clave que permitió antaño resolver el problema de los denominados ritos chinos y da solución a otras situaciones análogas.
 “360. P. Supuesto que es lícito en algunos casos ocultar y disimular la fe, pero nunca es lícito simular ni profesar religión falsa, ¿qué reglas hay para conocer cuándo se disimula o se simula que se oculta la fe, o se profesa la religión falsa? 
REGLA GENERAL. Cuando los signos, o ritos, o ceremonias, o vestidos, o acciones son primariamente para distinguir una secta de otra, o bien porque de su naturaleza, o por institución de los hombres, o por las circunstancias que los acompañan, son significativos primariamente de una religión falsa, entonces nunca es lícito usar de esas cosas; porque esto sería profesar o simular exteriorrnente una fe falsa. 
COROLARIO. De esta regla general se sigue que nunca es lícito quemar incienso delante de un ídolo, aunque la intención se dirigiese a un Crucifijo que estaba oculto detrás del ídolo, ni se puede colgar del cuello la imagen de Mahoma, ni tomar la cena de los calvinistas, ni contraer matrimonio si un ministro hereje da la bendición según el rito de su secta, ni otras cosas semejantes; porque son significativas primariamente de una religión falsa.
REGLA 2ª. Las acciones o cosas cuya primaria significación no es para manifestar una religión falsa, sino para distinguir una nación de otra, aunque indirecta y secundariamente sean no pocas veces señales de falsa religión, es lícito usar de ellas cuando hay justa causa proporcionada. […]” (Morán).
B) Algunos casos tradicionales.
Tienen solución pacífica para los moralistas católicos los casos que consideramos a continuación:
1. Ante una ley general persecutoria que ordena a los cristianos manifestar públicamente su fe. Aunque en la ley se dijera que el que no se presente se entiende que renuncia a su religión, esa pretendida ley es completamente injusta y no puede obligar a nadie en conciencia. Por tanto,
“357. P. Si un tirano ordenase que los que fueren católicos llevasen tal señal, ¿había obligación de llevarla? R. No; porque, como dice Billuart en el lugar citado, el precepto sería demasiado indeterminado y universal; además de que el hombre no está obligado a confesar la fe, si no es preguntado personalmente. Si semejante precepto obligase, ¿qué fuera de los católicos en las persecuciones?” (Morán)
2. En tiempos de persecución ¿pueden los cristianos ocultarse y huir? Pueden hacerlo. Consta por las palabras de Cristo:
“Cuando os persigan en una población, huid a otra, y si también en ésta os persiguen, marchaos a otra” (Mt. 10, 23)
Y por su ejemplo,
“Entonces tomaron piedras para apedrearlo, pero Jesús se escondió y salió del Templo” (Jn. 8, 59).
Así como el de sus Apóstoles,
“En Damasco, el etnarca del rey Aretas hizo custodiar la ciudad para apoderarse de mí, y tuvieron que bajarme por una ventana de la muralla, metido en una canasta: así escapé de sus manos.” (2 Cor. 11, 32-33).
La razón teológica de esta respuesta es que el huir u ocultarse se interpreta objetivamente como confesión de fe.
3. Si los pastores pueden huir en tiempos de persecución. Sacerdotes y obispos deben estar dispuestos a dar la vida por sus fieles, a ejemplo del Buen Pastor (cfr. Jn. 10, 11); por tanto, no pueden huir en tiempos de persecución. Pero hay que distinguir:
“363. P. ¿Es lícito huir en tiempo de persecución? R. La fuga en tiempo de persecución puede ser obligatoria, y es cuando uno es débil y teme sucumbir en los tormentos; y cuando una persona es muy necesaria para el bien común, conviene que se oculte; o cuando, de no huir, el tirano se encruelecería más contra los fieles.
La fuga puede ser ilícita cuando el bien común exigiese la permanencia, como sucede principalmente con los Prelados, cuando la persecución es general. Cuando la persecución es personal, puede ordinariamente sustraerse del peligro, procurando proveer a los fieles de ministro que supla en su ausencia.” (Morán)
El pastor que huye debe velar para que su fuga no exponga a sus fieles a grave peligro contra la fe; en este caso tendría que permanecer con ellos, aun con grave riesgo para su vida. De modo que si la persecución se dirige directamente contra los pastores, a título personal, pueden huir dejando sustituto idóneo; pero si la persecución se dirige a la Iglesia en general, no pueden hacerlo.
4. Cuando la autoridad pública pregunta por un motivo que no es de religión y sin odio a la fe. Ya hemos visto que si un cristiano es preguntado por la autoridad pública, aunque sea un tirano, usurpador, o delegado suyo, hay obligación grave de confesar la fe; y entonces tiene lugar la conminación de Jesucristo (Lc. 9, 26). Esta confesión debe ser clara; usar palabras ambiguas y equívocas que quien pregunta o los asistentes podrían tener por una apostasía, sería avergonzarse de Jesucristo y del Evangelio. Además, importa poco que sea o no legitima la autoridad pública que pregunta, porque la obligación de confesar la fe proviene de la gloria que se debe dar a Dios.
Pero puede presentarse un caso distinto: cuando la autoridad pública pregunta por motivo puramente político si alguien es católico, o por el mismo motivo ordena a los católicos llevar un distintivo. En este supuesto, no hay por qué confesar la fe ni usar el distintivo, pues no se pregunta ex motivo religionis et in odium fidei
5. Cuando interroga un particular sin autoridad pública. El interrogado puede no responder, o emplear evasivas; y no está obligado a confesar la fe, porque se entiende que en tal supuesto no hay irreverencia y quien pregunta no tiene derecho a hacerlo (Prümmer). Pero esto es así per ser, pues per accidens puede que deba confesarla si de no hacerlo se juzga que la niega, o que en esas circunstancias lo pide la gloria de Dios y el bien del prójimo.
6. Cuando se pide dinero para no hacer inquisición de la fe. Puede suceder que alguien con autoridad, sin interrogar sobre la fe, pida dinero a un cristiano para no preguntarle al respecto o no perseguirlo. ¡Cuidado! No confundir este caso con la “compra” de un cerificado de profesión de una religión falsa o de apostasía.
“362. P. ¿Es lícito dar dinero para que no se haga inquisición de tu fe? R. «Licitum est, et saspe magna virtus discretionis est vitam ad Dei gloriam servare, ac fidem tegere modis licitis,» dice Scavini, núm. 1.033.” (Morán)
La razón de esta respuesta afirmativa está en que se trata de un simple salvoconducto. No es malo en sí evitar una injusticia mediante el pago de dinero, como consta en la Escritura en el caso de Jasón, y otros discípulos de San Pablo, que se redimían por este medio de la persecución de los judíos y de los gentiles de Tesalónica: “después de haber exigido una fianza de parte de Jasón y de los otros, los pusieron en libertad” (Hch. 17, 9)
7. Cuando la confesión de fe fuera en bien del prójimo pero con daño espiritual propio. El caso es el siguiente: en tiempos de persecución, el prójimo está por ser martirizado, y se lo ve vacilante en la fe. Se juzga que, confesando exteriormente la fe se vería fortalecido por el buen ejemplo. Sin embargo, se teme no tener fuerzas para padecer el martirio que tendría lugar luego de la propia confesión de fe. Se pregunta: ¿se está obligado en este caso a profesar la fe para animar al prójimo? Respuesta negativa: quia charitas bene ordinata incipit a semetipso; la caridad bien ordenada empieza por uno mismo. Jamás se puede pecar por el bien espiritual del prójimo, aunque por efecto del pecado se consiguiera la salvación de todo el mundo.
8. Cuando se pregunta por el estado sacerdotal o religioso. En el supuesto de que un sacerdote o religioso fuera interrogado por su condición de tal, y no por su fe, no está obligado a manifestarla y puede guardar silencio o responder con evasivas. Porque como dice Billuart “potest enim esse catholicus, et non sacerdos aut religiosus”.
9. Manifestaciones externas impuestas por la ley eclesiástica. “El sacerdote o religioso que tenga que atravesar países heréticos, puede vestir de paisano y aun comer carne en día de vigilia si de otra manera pudiera ser descubierto y padecer daño. Porque las leyes positivas de la Iglesia no obligan con grave incomodidad, y el hecho de comer carne no supone de suyo negación de la fe (a no ser que se nos obligara a ello precisamente como signo de apostasía), sino mera ocultación o disimulo de la misma” (Royo Marín).
10. Bendecir los alimentos. “El católico que come juntamente con acatólicos no está obligado a las preces de bendición de la mesa, etc., porque esas preces no son obligatorias (aunque muy recomendables) y su omisión no supone negación o desprecio de la fe. Aunque haría un acto de noble valentía confesando públicamente su religiosidad, que le atraería, además, el respeto y admiración de los circunstantes.” (Royo Marín).
11. Vestimentas y otros signos. Se han planteado diversos casos sobre el modo de vestir de fieles y sacerdotes en territorios no católicos o en los cuales hay persecución. Los autores mencionan el uso de túnicas, turbantes, símbolos civiles, etc. El principio para resolver estos casos se encuentra expuesto supra en A.2.
“¿Es lícito usar de los distintivos de los enemigos de la Religión católica? Si sólo son signos distintivos de nación, sin referirse a Religión, o si sólo sirven para distinguir la persona, la nacionalidad, etc., como el nombre, turbante o el  vestido, sí; porque esto es una cosa pure política: si el vestido o signo se refiere a religión en general, también es lícito usarle con alguna causa justa; v. gr.: para evitar persecuciones, vejaciones, etc., porque su institución primaria es cubrir la desnudez; pero si son distintivos primo et per se para profesar secta, v. gr., los ornamentos con que funcionan los ministros de las religiones falsas , no es lícito usarlos, porque eso sería negar la fe.” (Díez).
En conclusión, hay que decir que para la doctrina católica tradicional el huir de la persecución, el ocultar o disimular la fe -bajo determinadas condiciones- no es malo, ni implica sustraerse al deber de dar testimonio de Cristo. Porque la profesión externa de fe no es algo que obligue siempre, y en toda circunstancia. 


lunes, 28 de noviembre de 2016

Perversión ideológica del testimonio

La vocación martirial no es fruto de un esfuerzo humano, sino respuesta a una llamada de Dios, que concede la gracia de dar ese testimonio supremo. Esto explica la perseverancia sobrehumana que manifestaron tantos mártires. Esta verdad fue ya comprendida en los primeros tiempos del cristianismo, como se deduce no sólo de las actas de los mártires, sino también de la orden de no buscar el martirio o exponerse imprudentemente a él, sino de dejar a Dios toda la iniciativa, ya que sólo él puede dar la fuerza necesaria para enfrentarse con la prueba.
Además del martirio, dar testimonio de Cristo es tarea de todo bautizado (obispos, sacerdotes, y laicos). Un testimonio específico de tipo escatológico se realiza mediante la profesión de los consejos evangélicos en la vida religiosa. Además, la Iglesia testimonia mediante palabras y obras, por medio de la profesión de fe.
En esta entrada vamos a considerar la profesión de fe como testimonio. Algunas personas aceptan que es posible una perversión ideológica del martirio. Pero no logran ver que pueda darse análoga perversión en la profesión externa de la fe como testimonio cristiano. Intentaremos dar una explicación (1). Se dice tradicionalmente que de la fe se siguen tres obligaciones positivas y dos negativas. Positivas: conocer los misterios de la fe; creer interiormente en estos misterios; y profesarlos exteriormente. Negativas: no disentir interiormente de la fe; y no negarla exteriormente. Vamos a concentrarnos en lo exterior:
1. Profesar exteriormente la fe. La profesión de fe es externa cuando se manifiesta a otros hombres, sea de palabra o mediante hechos (2). Es obligatoria por ley divina y también por ley eclesiástica. Pero, ¿hay que hacerla siempre y en toda circunstancia? No, porque el mandamiento divino es afirmativo; es válido siempre pero no en todas las circunstancias: semper, sed non pro semper (3) de acuerdo con la tradicional fórmula escolástica.
¿En qué circunstancias se debe profesar exteriormente la fe? Guardando las condiciones requeridas para que un acto sea virtuoso (4) es positivamente obligatoria por ley divina (incluso con peligro de la propia vida) cuando lo exige así el honor de Dios o el bien del prójimo.
1.1. Cuando lo exige el honor de Dios.
a) Cuando un cristiano es interrogado por la legítima autoridad (no por un hombre privado), y el silencio o disimulo equivaliese a negar la fe (Dz 1168: cf. Mt. 10,32-33). La persona que es preguntada pública o privadamente por la autoridad, aunque sea un tirano o un usurpador, tiene obligación grave de confesar la fe. No la tiene cuando es preguntada por una persona privada y en tal caso puede guardar silencio, o responder con evasivas, pues no hay irreverencia a Dios y quien interroga no tiene derecho a preguntar.
b) Cuando por odio a la religión fuese alguno impulsado, por personas públicas o privadas, a negar la fe de palabra o de obra (p. ej. el empleador que obligara a sus trabajadores a comer carne en día de vigilia precisamente por odio a la Iglesia o desprecio de la fe).
c) ¿Y cuando se presencia una blasfemia o un sacrilegio? Se responde con distinción: si se espera que con nuestra confesión exterior de fe se evitará el mal, o se promoverá el bien, la respuesta es afirmativa; de lo contrario, la respuesta es negativa. 
“Cuando viéremos pisar cosas sagradas o blasfemar de la fe, debemos confesar la fe; pero esta obligación se entiende en el caso de que se espere que de nuestra confesión ha de resultar algún provecho para evitar el mal o promover el bien; porque es como la corrección fraterna, que no obliga si no se espera utilidad alguna. «Si sic ista (mala) possit impedire» dice Billuart…” (Morán)
1.2. Cuando lo exige el bien del prójimo.
El provecho espiritual del prójimo exige que profesemos externamente nuestra fe cuando de lo contrario se seguiría un grave escándalo o un grave peligro espiritual. Un ejemplo de la primitiva cristiandad -que menciona Prümmer- es el de los libeláticos que no negaban la fe pero escandalizaban al prójimo obteniendo un "certificado" de idolatría.
También se debe hacer profesión externa de fe en los casos en los cuales el ley eclesiástica lo impone. 
2. No negar exteriormente la fe. Nunca se debe negar exteriormente la fe. Como todo precepto negativo, obliga siempre y en toda circunstancia, semper et pro semper; porque siempre está prohibido negar la fe verdadera y profesar o simular una fe falsa. Por ninguna razón, y en ninguna circunstancia, ni siquiera cuando se trata de la propia vida (Mt. 10, 33; Luc., 11, 26) puede hacerse tal cosa.
3. ¿Puede ocultarse o disimularse la fe? En determinadas circunstancias es lícito ocultar o disimular exteriormente la fe, siempre que no equivalga a su negación. Así, ante preguntas indiscretas sin autoridad, vejaciones inútiles, etc., aunque la profesión de la fe pueda ser un acto de verdadera virtud, el callar o disimular la fe con palabras equívocas puede ser legítimo por causa justa y a veces recomendable. Para las aplicaciones más comunes de este principio puede verse Royo Marín (v. aquí, n. 286). No lo transcribimos para no alargar de más esta entrada.
En conclusión, la profesión externa de fe como manifestación de testimonio no es un absoluto moral como alguno erróneamente pudiera suponer; hacer de esta exigencia positiva algo debido semper et pro semper implica un error moral, contrario a la doctrina católica, y constituye una corrupción ideológica del testimonio cristiano. Sí es absoluta, en cambio, la exigencia de no negar exteriormente la fe, lo cual nunca puede hacerse bajo ninguna excusa. 


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(1) Esta entrada está tomada casi al pie de la letra de manuales tradicionales (Roberti, Prümmer, Royo Marín, etc.) que en formato digital son de acceso público. Omitimos hacer citas textuales entre comillas para no extendernos demasiado. Si se desea profundizar el tema puede consultarse el DTC (v. Profession de foi, aquí).
(2) “Fidei professio est externa eius manifestatio coram aliis hominibus facta, et fieri potest sive verbis sive factis; praecipitur autem 1. a lege divina; 2. a lege ecclesiastica.” (Prümmer)
(3) “praeceptum divinum profitendi fidem est praeceptum affirmativum, ac proinde non semper obligat” (Prümmer). Cfr. Santo Tomás, S.Th. II-II, 33, 2.
(4) S. Th., II-II, 3, 2.

sábado, 26 de noviembre de 2016

El Papa elogia a Bernard Häring




Iraburu, J. Infidelidades en la Iglesia, pp. 4-5.

El «caso Washington»
Vengamos a un caso concreto, antes aludido, muy especialmente significativo. George Weigel, famoso por su biografía de Juan Pablo II, cuenta detalladamente cómo fue la crisis de la Humanæ vitæ en la archidiócesis de Washington, y concretamente en su Catholic University of America, donde, ya antes de publicarse la encíclica, se había centrado la impugnación del Magisterio (El coraje de ser católico, Planeta, Barcelona 2003,73-77).
«Tras varios avisos, el arzobispo local, el cardenal Patrick O’Boyle, sancionó a diecinueve sacerdotes. Las penas impuestas por el cardenal O’Boyle variaron de sacerdote a sacerdote, pero incluían la suspensión del ministerio en varios casos». Los sacerdotes apelan a Roma, y la Congregación del Clero, en abril de 1971, recomienda «urgentemente» al arzobispo de Washington que levante las aludidas sanciones, sin exigir de los sancionados una previa retractación o adhesión pública a la doctrina católica enseñada por la encíclica. Esta decisión, inmediatamente aplicada, fue precedida de largas negociaciones entre el Cardenal O’Boyle y la Congregación romana. «Según los recuerdos de algunos testigos presenciales, todos los implicados [en la negociación] entendían que Pablo VI quería que el “caso Washington” se zanjase sin retractación pública de los disidentes, pues el papa temía que insistir en ese punto llevara al cisma, a una fractura formal en la Iglesia de Washington, y quizá en todo Estados Unidos. El papa, evidentemente, estaba dispuesto a tolerar la disidencia sobre un tema respecto al que había hecho unas declaraciones solemnes y autorizadas, con la esperanza de que llegase el día en que, en una atmósfera cultural y eclesiástica más calmada, la verdadera enseñanza pudiera ser apreciada».
La disidencia tolerada

Casos como éste, y muchos otros análogos producidos sobre otros temas en la Iglesia Católica, enseñaron a los Obispos, a los Rectores de seminarios y de Facultades teológicas, así como a los Superiores religiosos, que en la nueva situación creada no era necesario aplicar las sanciones previstas en la ley canónica (Código de Derecho Canónico c.1371) a quienes en la docencia o en la predicación pastoral y catequética se opusieran a la enseñanza de la Iglesia. Más aún, todos entendieron que era positivamente inconveniente defender del error al pueblo cristiano con estas sanciones, si ello podía traer escándalos o aunque solo fuere tensiones y conflictos en la convivencia eclesial. También los profesores de teología, religiosos y laicos líderes aprendieron con estos acontecimientos que era posible impugnar públicamente temas graves de la doctrina católica sin que ello trajera ninguna consecuencia negativa. […].
La disidencia privilegiada
En pocos años la disidencia teológica, al menos dentro de ciertos límites, pasó de ser tolerada a ser privilegiada en bastantes medios eclesiales. Es la situación actualmente vigente en no pocas Iglesias del Occidente. En ellas es difícil que un teólogo sea prestigioso si no tiene algo o mucho de disidente respecto de «la doctrina oficial» de la Iglesia. El teólogo fiel a la doctrina y a la tradición de la Iglesia será generalmente estimado como adherente a una teología caduca, superada, meramente repetitiva, ininteligible para el hombre de hoy, creyente o incrédulo. Por el contrario, el haber tenido «conflictos con la Congregación de la Fe, el antiguo Santo Oficio», marcará en el curriculum de los autores un punto de excelencia. El P. Häring (1912-1998), por citar el ejemplo de un disidente próspero, se jubiló como profesor de la Academia Alfonsiana en 1987. Todavía en 1989, exigía que la doctrina católica sobre la anticoncepción se pusiera a consulta en la Iglesia, pues acerca de la misma «se encuentran en los polos opuestos dos modelos de pensamiento fundamentalmente diversos» («Ecclesia» 1989, 440-443). Efectivamente, fundamentalmente diversos e irreconciliables. Y aún tuvo ánimo para arremeter con todas sus fuerzas contra la encíclica Veritatis splendor (1993), especialmente en lo que ésta se refiere a la regulación de la natalidad: «no hay nada [...] que pueda hacer pensar que se ha dejado a Pedro la misión de instruir a sus hermanos a propósito de una norma absoluta que prohíbe en todo caso cualquier tipo de contracepción» («The Tablet» 23-X-1993). En la conmovedora página-web que la Academia Alfonsiana dedica a Bernard Häring como memorial honorífico, mientras se escucha el canon de Pachelbel, puede conocerse que a este profesor «le llovieron honores y premios» de todas partes, y que «es considerado por muchos como el mayor teólogo moralista católico del siglo XX». […]


El discernimiento es el elemento clave: la capacidad de discernimiento. Y estoy notando precisamente la carencia de discernimiento en la formación de los sacerdotes. Corremos el riesgo de habituarnos al «blanco o negro» y a lo que es legal.
Estamos bastante cerrados, en general, al discernimiento. Una cosa es clara: hoy en una cierta cantidad de seminarios ha vuelto a reinstaurarse una rigidez que no es cercana a un discernimiento de las situaciones.
Y eso es peligroso, porque nos puede llevar a una concepción de la moral que tiene un sentido casuístico. Con diferentes formulaciones, se estaría siempre en esa misma línea. Yo le tengo mucho miedo a esto.
Eso ya lo dije en una reunión con los jesuitas de Cracovia, durante la Jornada Mundial de la Juventud. Allí los jesuitas me preguntaron qué creía que podía hacer la Compañía y respondí que una tarea importante de la Compañía era la de formar a los seminaristas y sacerdotes en el discernimiento. Nuestra generación, quizás los más jóvenes no, pero mi generación y alguna de las sucesivas también, fuimos educados en una escolástica decadente. Estudiábamos con un manual la teología y también la filosofía.
Era una escolástica decadente. Para explicar el «continuo metafísico», por ejemplo — me causa risa cada vez que me acuerdo —, nos enseñaban la teoría de los «puncta inflata ». Cuando la gran Escolástica empezó a perder vuelo, sobrevino esa escolástica decadente con la cual han estudiado al menos mi generación y otras. Ha sido esa escolástica decadente la que provocó la actitud casuística.
Y, es curioso: la materia «sacramento de la penitencia», en la facultad de teología, en general — no en todos lados — la daban profesores de moral sacramental. Todo el ámbito moral se restringía al «se puede», «no se puede», «hasta aquí sí y hasta aquí no». En un examen de «audiendas», un compañero mío, a quien le hicieron una pregunta muy intrincada, con mucha sencillez dijo: «Pero Padre, por favor, eso no se da en la realidad! Y el examinador respondió: «Pero está en los libros».
Era una moral muy extraña al discernimiento. En aquella época estaba el «cuco», el fantasma de la moral de la situación… Creo que Bernard Häring fue el primero que empezó a buscar un nuevo camino para hacer reflorecer la teología moral. Obviamente en nuestros días la teología moral ha hecho muchos progresos en sus reflexiones y en su madurez; ya no es más una «casuística»
En el campo moral hay que avanzar sin caer en el situacionalismo; pero por otro lado hay que hacer surgir la gran riqueza contenida en la dimensión del discernimiento; lo cual es propio de la gran escolástica.
Cuando uno lee a Tomás o a san Buenaventura, se da cuenta de que ellos afirman que el principio general vale para todos, pero — lo dicen explícitamente —, a medida que se baja a los particulares la cuestión se diversifica y se dan muchos matices sin que por eso cambie el principio.
Ese método escolástico tiene su validez. Es el método moral que usó el «Catecismo de la Iglesia Católica». Y es el método que se utilizó en la última exhortación apostólica Amoris Laetitia, después del discernimiento hecho por toda la Iglesia a través de los dos Sínodos.
La moral usada en Amoris Laetitia es tomista, pero del gran santo Tomás, no del autor de los «puncta inflata». Es evidente que en el campo moral hay que proceder con rigor científico, y con amor a la Iglesia y discernimiento. Hay ciertos puntos de la moral sobre los cuales solo en la oración se puede tener la luz suficiente para poder seguir reflexionando teológicamente.
Y en esto, me permito repetirlo, y lo digo para toda la teología, se debe hacer «teología de rodillas». No se puede hacer teología sin oración. Esto es un punto clave y hay que hacer así.