lunes, 30 de mayo de 2016

¿Resistencia a la autoridad?

Se ha dicho que toda discusión que se prolongue lo suficiente termina en semántica. Lo cierto es que, bromas aparte, algo de verdad contiene la frase.
A raíz de algunos comentarios a una entrada anterior y a la insistencia de un amigo de nuestra bitácora, aprovechamos ahora para hacer algunas precisiones, que no hicimos antes por parecernos que a buen entendedor pocas palabras bastan...
En teoría política se ha hecho usual la distinción entre poder y autoridad. Si bien el poder puede hallar sustento en la autoridad de quien lo posee y ejercita, se sostiene que ambas nociones no son sinónimas. Para Bertrand de Jouvenel autoridad es el reconocimiento de la aptitud de mandar de un hombre o grupo, por parte de quienes conforman el otro término de la relación de mando y obediencia. Tiene autoridad quien consigue acatamiento sin necesidad de recurrir a la coacción. La autoridad atrae el consentimiento del otro, sirve de fundamento al poder e implica el reconocimiento de los gobernados de la idoneidad y virtud de quien manda. El poder no es estable ni se conserva sin la sólida base de la autoridad; la sola fuerza no logra mantener pacíficamente la relación mando-obediencia. En este planteamiento -de modo coherente con el liberalismo clásico- se resalta que mediante la autoridad el poder debe proteger y promover los derechos individuales.
La naturaleza peculiar de la Iglesia no permite adoptar fácilmente nociones políticas profanas, como la precedente distinción entre autoridad y poder. La aplicación sería posible, si se precisara el significado de los términos, pero prestando mucha atención a las diferencias que median entre la sociedad eclesiástica y la política. La analogía malentendida conduciría a fórmulas de dudosa ortodoxia, o abiertamente contrarias al derecho divino ("Iglesia carnal" e "Iglesia espiritual, de los fraticellos; "Iglesia de la caridad" e "Iglesia del Derecho"; "Iglesia carismática" e "Iglesia jerárquica", etc.). Porque en la Iglesia la autoridad-potestad proviene del derecho divino positivo y también este determina la forma de gobierno. Es un error condenado negar obediencia a la jerarquía eclesiástica pretextando su falta de idoneidad y virtud, es decir, carencia de autoridad en el sentido indicado en el párrafo anterior.
En una entrada hablamos de resistencia a la autoridad eclesiástica. La autoridad es un elemento esencial y definitorio de la Iglesia; así, v.gr. Palmieri, la define como "reino de Dios sobre la tierra, gobernado por la autoridad apostólica". En la Iglesia, auctoritas puede designar tanto al sujeto titular de un poder como ese poder o potestad. Al menos desde el Syllabus, es frecuente el uso de autoridad y potestad como sinónimos. En cuanto a nuestra entrada, lo que designamos como resistencia a la autoridad, dicho ahora en términos canónicos más precisos, es el acto en virtud del cual un católico –laico o clérigo- se niega a obedecer un mandato dictado en ejercicio de la potestad de régimen, llamada también de gobierno o jurisdicción. En la Iglesia, la potestad de régimen fue comunicada por Cristo a los Apóstoles, para que la desempeñen en su nombre. Dado que la Iglesia es por voluntad divina una sociedad jerárquica, los titulares de esta potestad (=autoridades) son los integrantes de la Jerarquía eclesiástica.
En el incidente de Antioquia (Gál., II, 11-16) San Pablo resiste cara a cara a San Pedro. No pone en tela de juicio su condición de sujeto titular de la autoridad, ni su Primado, sino determinados actos concretos de ejercicio de su autoridad primacial. A partir de este incidente, hay una tradición eclesial de resistencia, que si reúne ciertas condiciones estrictas, es una conducta legítima y muchas veces debida. Porque el objeto formal de la obediencia, según Santo Tomás, es el mandato, pero éste no puede ser aceptado de una manera ciega e irracional. Un ejemplo muy claro lo tenemos en el mandato de Alejandro VI a su concubina de retornar al lecho bajo amenaza de excomunión. Si en la conducta imperada por la autoridad se ve una inmoralidad intrínseca y manifiesta se debe resistir, no ejecutando lo mandado. En cambio, si la conducta imperada no es mala, hay que obedecerla, sin que sea excusa válida la distinción política entre autoridad y poder.

viernes, 27 de mayo de 2016

¿Dialogar con napoleones?

Ayer decía un amigo que dialogar con quien se cree Napoleón es una pérdida de tiempo, a menos que uno tenga por profesión ocuparse de la salud mental del interlocutor. Y esto es verdad, pero no todos los napoleones del mundo están bajo tratamiento; algunos ponen mucho empeño en difundir sus disparates bajo la cobertura de un discurso “ortodoxo”. En atención a sus potenciales víctimas, algo podemos hacer desde nuestra bitácora.
Hemos comentado otras veces sobre la ley del péndulo: por combatir un error se cae en otro de signo opuesto. Así, por ejemplo, por combatir el subjetivismo puede caerse en un objetivismo mecanicista que suprime la función de la conciencia.
Para explicar mejor este tema podemos partir de un ejemplo (tomado de Santo Tomás, con algunas modificaciones menores):
Ticio no cree en la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Se encuentra ante el Santísimo Sacramento expuesto y otras personas lo invitan a realizar un acto de adoración. Ticio comienza a preguntarse si puede hacerlo, porque no cree que Dios esté presente bajo las especies sacramentales.
Alguno podría argumentar que es un dogma de fe propuesto por la autoridad infalible de la Iglesia que Cristo está presente en la Eucaristía; que la adoración es un acto objetivamente bueno; por tanto, Ticio debe creer y adorar... Y que darle más vueltas al asunto sería un planteamiento subjetivista, liberal, etc.
Pero Santo Tomás pensaba de otro modo: quien por error invencible no cree, peca creyendo y adorando. Mientras subjetiva e invenciblemente considere que su conciencia es verdadera, no puede obrar en contra. Si el dictamen de su conciencia le prohíbe creer y adorar, no debe hacerlo (cfr. S. Th., I-II, 19, 5; I-II, 19, 6; De veritate, 17, 4).
Todo esto es claro en el plano de la relación de Ticio con Dios. La cuestión puede complicarse cuando Ticio entra en relación con los demás seres humanos Porque el hombre es un ser social por naturaleza y el cristiano es un ser eclesial. Muchas veces su conducta externa tiene proyección sobre otros. Y en tales casos la autoridad, sea política o eclesial, tiene derecho a prevenir e incluso sancionar el daño social que causa la proyección externa de un error religioso. Aunque también puede tolerarla, para evitar males mayores.
En fin, todo esto se resume en una fórmula breve pero fecunda en sus consecuencias: la conciencia invenciblemente errónea excusa ante Dios pero no ante los hombres.

lunes, 23 de mayo de 2016

Derecho penal, caridad y sensiblería


«La concepción cristiana está ligada a este criterio de justicia. Un Derecho penal que no respete las exigencias de la justicia no puede ser un Derecho penal cristiano. La caridad no debe desterrarse de la esfera de las leyes penales, pero no es criterio que pueda sustituir a la justicia como fundamento de las leyes mismas. Nada más anticristiano que esa actitud corrosiva respecto de las fundamentales exigencias de justicia del Derecho penal, que esa que en nombre de una caridad o de una misericordia invocada fuera de lugar, querría dar las bases racionales para anclar el Derecho penal en el lábil terreno del sentimiento. Caridad y misericordia deben manifestarse en el respeto de la ley y de la justicia, nunca sustituirla para minar las bases del fundamentó racional de la pena. Que tenga que reconocérseles amplia cabida en la concepción penal, es afirmación que no puede ser puesta en duda, salvas las fundamentales exigencias de justicia. Hoy se habla mucho de la necesidad de "humanizar" el Derecho penal, mas tal humanización sólo puede entenderse en el cuadro de una concepción de justicia, que es la única que salva el valor moral del individuo de todo arbitrio, sea en su contra, como también en su favor. La justicia es rota, y el orden violado, no sólo en los casos en que se hace pagar al individuo más de lo que en concreto merece, sino también en la hipótesis en que se le haga pagar menos o se le condone completamente la deuda, cuando esto es contrario a una fundamental exigencia social. El Derecho penal es relación entre exigencias sociales, por un lado, y exigencias individuales, por el otro, no entre individuo e individuo. No hay que olvidar que el delito es tal sólo en cuanto viola el orden social, por lo que el Estado, que es su garante, tiene la obligación de intervenir con una disposición de justicia. Sólo cuando esto haya sido realizado, caridad y misericordia pueden cumplir su obra salutífera y benéfica.»

Tomado de:

Bettiol. G. El problema penal. Bs. As. (1995), pp. 82-83.

lunes, 16 de mayo de 2016

Semina Verbi, sin pelos en la lengua

Se ha convertido en un lugar común suponer que en las religiones no cristianas están presentes algunas semina Verbi (=semillas de la Palabra), o que constituyen una especie de praeparatio evangélica (=preparación para el Evangelio). En el origen de esta creencia está la enseñanza del Concilio Vaticano II. El Decreto sobre la actividad misionera afirma:
“[Los cristianos] estén familiarizados con sus [=de los no-cristianos] tradiciones nacionales y religiosas, descubran con gozo y respeto las semillas de la Palabra que en ellas laten” (Ad gentes, n. 11; cf Lumen gentium, n. 17).
En la Constitución dogmática sobre la Iglesia se afirma:
“Y la divina Providencia tampoco niega los auxilios necesarios para la salvación a quienes sin culpa no han llegado todavía a un conocimiento expreso de Dios y se esfuerzan en llevar una vida recta, no sin la gracia de Dios. Cuanto hay de bueno y verdadero entre ellos, la Iglesia lo juzga como una preparación del Evangelio […] y otorgado por quien ilumina a todos los hombres para que al fin tengan la vida” (Lumen gentium, n. 16; cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 843).
La Declaración sobre las religiones no cristianas, para expresar el mismo concepto, utiliza la imagen del haz de luz:
 “La Iglesia católica no rechaza nada de lo que en estas religiones hay de santo y verdadero. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas que, por más que discrepen en mucho de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres” (Nostra aetate, n. 2).
Después del Concilio, las metáforas de las semina verbi y de la praeparatio evangélica fueron retomadas por los Sumos Pontífices. Pablo VI, en la Exhortación apostólica sobre la evangelización, dice:
“[Las religiones no-cristianas] están llenas de innumerables ´semillas del Verbo´ [74] y constituyen una auténtica ´preparación evangélica´ [75], por citar una feliz expresión del Concilio Vaticano II tomada de Eusebio de Cesarea”  (Evangelii nuntiandi, n. 53).
Por su parte, Juan Pablo II, en su primera Encíclica, escribe:
“Justamente los Padres de la Iglesia veían en las distintas religiones como otros tantos reflejos de una única verdad ´como gérmenes del Verbo´,[67] los cuales testimonian que, aunque por diversos caminos, está dirigida sin embargo en una única dirección la más profunda aspiración del espíritu humano, tal como se expresa en la búsqueda de Dios y al mismo tiempo en la búsqueda, mediante la tensión hacia Dios, de la plena dimensión de la humanidad, es decir, del pleno sentido de la vida humana” (Redemptor hominis, n. 11).
Por lo tanto, parecería que nos encontramos con una doctrina bien establecida, profundamente enraizada en la tradición, ya que las expresiones utilizadas son de origen patrístico. La imagen las semina Verbi es de San Justino y Clemente de Alejandría; el concepto de praeparatio evangélica, en cambio, como Pablo VI nos ha recordado, se encuentra en Eusebio de Cesarea. Todo esto es cierto. El problema es: ¿estamos seguros de que los Santos Padres, con tales expresiones, que se referían a las religiones no cristianas (que en ese momento se identificaban con la religión pagana)? Hago responder a esta pregunta a uno de los principales patrólogos del siglo XX, Berthold Altaner (Patrología, Marietti, 7ª ed., 1977). Acerca de Justino, que habla de las “semillas del Verbo" en sus Apologías, escribe:
“Con su teoría del λόγος σπερματικός [logos spermatikos], Justino echa un puente  entre la antigua filosofía y el cristianismo. El Logos divino apareció  en Cristo en toda su plenitud; sin embargo, todo hombre lleva en su  razón un germen (σπέρμα) del Logos. Esta participación del Logos, y consiguientemente la disposición para conocer la verdad, en algunos  sabios fué particularmente grande; así, por ejemplo, los profetas del  judaísmo, y entre los griegos, Heráclito y Sócrates. Opina Justino que  muchos elementos de la verdad pasaron de la antigua literatura judaica a los poetas y filósofos griegos, ya que Moisés fué el más antiguo de  los escritores. Por consiguiente, los filósofos que ajustaron su vida y enseñanza a los dictámenes de la razón fueron, en cierto sentido, cristianos antes de la venida de Cristo. Pero sólo después de esta venida  los cristianos entraron en poder de la verdad total, segura y exenta  de todo error (I Apol. 46; II Apol. 8, 13). El pensamiento teológico  de San Justino está grandemente influido por la filosofía estoica y  platónica” (pp. 70-71).
En cuanto a Eusebio, que compuso una obra titulada Praeparatio evangelica, Altaner escribe:
La Praeparatio evangélica αγγελικ προπαρασκευή), en 15 libros, tiene por fin demostrar que los cristianos han tenido razón al preferir el judaísmo  al paganismo. La ´filosofía de los hebreos´ es superior a la cosmogonía y mitología de los paganos. Además, los sabios del paganismo, en especial Platón, han tomado su doctrina del Antiguo Testamento” (p. 223).
Como se puede ver, los Santos Padres no encuentran ninguna "semilla de la Palabra" en la religión pagana, ni la consideran una "preparación del Evangelio". Estas imágenes son aplicadas por ellos no a la religión, sino a la cultura de la época, en especial a la filosofía y la poesía, que, según ellos, se acercaron a Moisés. Los primeros cristianos nunca aprobaron todos los elementos de la religión pagana, mientras no tuvieron escrúpulos para tomar incluso categorías helenismo para expresar su fe. La preocupación de los cristianos de los primeros siglos no fue el diálogo entre religiones, sino la inculturación del Evangelio.
Una confirmación de esto, que fue la actitud de la Iglesia de todos los tiempos hasta el Vaticano II, se encuentra en el padre Matteo Ricci (1552-1610). Por lo general, el misionero jesuita, se propone como un precursor del diálogo interreligioso, dada su simpatía hacia el confucianismo. Pero no se tiene en cuenta que tal simpatía surgió precisamente de la “conciencia de que no había ningún elemento en el confucianismo que pudiera sugerir una religión... el confucianismo, lejos de presentar la misma forma de una religión, perseguía el objetivo de dar una justa y recta administración del gobierno del país "(Franco Di Giorgio). Por el contrario, el padre Ricci no tuvo escrúpulos en criticar el taoísmo y el budismo, que consideraba incompatibles con el cristianismo.
Aquí cabe preguntarse si, en este punto, el Concilio no representa una ruptura con la tradición, más que una evolución legítima. No me corresponde responder a esta pregunta, que también constituye un problema de suma importancia. La única cosa que puedo afirmar es que no parece correcto decir, como Juan Pablo II en la Encíclica Redemptor Hominis que "justamente los Padres de la Iglesia veían en las distintas religiones como otros tantos reflejos de una única verdad ´como gérmenes del Verbo´”. Un Papa tiene toda la autoridad para interpretar la Revelación, pero no para autoridad para distorsionar la historia.

 Tomado y traducido de:

viernes, 13 de mayo de 2016

¿Lefebvrismo liberal?

El p. Pierpaolo-Maria Petrucci es un sacerdote de la FSSPX que ha publicado un artículo sobre la moral del voto (aquí). También los distritos de EE. UU. y Canadá de la Fraternidad se han ocupado del tema (teniendo en cuenta la doctrina del mal menor).
En general, los artículos breves de sacerdotes de la Fraternidad se caracterizan por su finalidad de divulgación, hablar claro y exponer doctrina segura. Casi siempre se apoyan en el magisterio eclesiástico hasta Pío XII complementado con la teología pre-conciliar formulada en manuales clásicos.
Traducimos unos fragmentos del artículo del p. Petrucci, entre comillas, y agregamos comentarios nuestros:
 [1] “Aunque ha condenado muchas veces los principios revolucionarios nacidos el siglo de las Luces, la Iglesia no considera que los medios ofrecidos por las constituciones modernas para designar un gobierno, singularmente el voto, sean malos en sí mismos. [2] Además, es falso decir que el cristiano que acepta utilizar estos medios aprueba implícitamente los principios erróneos”.
[1] Malo en sí mismo, malum in se, expresión escolástica equivalente a intrínsecamente malo.
[2] Votar bajo la vigencia de los principios erróneos del liberalismo, como la soberanía popular, una constitución liberal, etc., no implica aprobarlos de modo expreso ni tácito. Porque objetivamente el acto no significa tal cosa.
[3] “Votar por alguien no significa forzosamente estar de acuerdo con todas sus ideas sino ver concretamente, que, en el estado actual de cosas, esta persona puede defender mejor la ley natural, inspirarse más en la doctrina social de la Iglesia.”
[3] Supone la clásica distinción entre cooperación formal y material. El acto de votar se ordena de suyo a la elección del titular de un oficio público, no a convalidar todo el pensamiento de un candidato. La finalidad honesta que debe buscar un cristiano que vota es el bien común.
[4] “Cuando la elección se presenta entre varios candidatos, pienso que la prudencia debería empujarnos a elegir a quien objetivamente tiene más posibilidades de tener una influencia sobre la vida social”.
[5] “No olvidemos que la política es el arte de lo posible. Y, sin contentarnos con llorar en  un rincón los males de nuestra época, sepamos utilizar todos los medios lícitos que la Providencia nos da para el triunfo del bien”.
[4] Es el problema que se plantea cuando hay un candidato que da plenas garantías de defender la ley natural y la doctrina social de la Iglesia, pero que tiene muy pocas posibilidades de ser elegido. Prudencialmente, el p. Petrucci parece aconsejar la elección del menos malo con mayores posibilidades de acceder al cargo. Le preguntamos por correo electrónico y nos respondió que lo considera como una opción legítima mediando causa proporcionada, aunque no obligatoria en conciencia.
[5] Confronta críticamente la actitud ilusoria de esperar lo mejor sin aprovechar lo bueno.
¿Qué decir de estos artículos de miembros de la FSSPX? ¿Cómo explicar que integrantes de la sanior pars de la Iglesia nieguen intrínseca maldad a todo y cada acto de votar con las características que hoy tiene? ¿Acaso estos artículos son expresión de un lefebvrismo liberal? Preguntas retóricas y de obvia respuesta, para nosotros.

martes, 10 de mayo de 2016

De matrimonio


SEMINARIO «JUAN VALLET DE GOYTISOLO»:
El problema filosófico-jurídico fundamental del matrimonio. A propósito del libro «De matrimonio».
El miércoles 11 de mayo de 2016 (D.m.), a las 18:30 horas, tendrá lugar en la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación un seminario de discusión en torno al libro DE MATRIMONIO (
Marcial Pons Librero, Madrid, 2015), organizado con la colaboración del Consejo de Estudios Hispánicos Felipe II (Madrid), la Unión Internacional de Juristas Católicos (Ciudad del Vaticano) y el Grupo Sectorial en Ciencias Políticas de la Federación Internacional de Universidades Católicas (París).
Bajo el título «El problema filosófico-jurídico fundamental del matrimonio», intervendrán en el seminario –que lleva el nombre de su fundador Juan Vallet de Goytisolo– los profesores Julio Alvear (Universidad del Desarrollo de Santiago de Chile), Joaquín Almoguera (Universidad Autónoma de Madrid), Miguel Ayuso (Universidad Pontificia Comillas de Madrid), Danilo Castellano (Universidad de Údine), Consuelo Martínez-Sicluna (Universidad Complutense de Madrid), Juan Fernando Segovia (Universidad de Mendoza).
Miércoles, 11 de mayo de 2016
18:30 horas
C/. Marqués de Cubas, 13. (Metro Banco de España). 28014 Madrid

domingo, 8 de mayo de 2016

Casuística y casos

La ética es la ciencia que trata de la conducta del hombre con vistas a la consecución de su último fin. Es una ciencia, no un conjunto de opiniones o creencias. Es una ciencia práctica, normativa, del hombre, basada en la antropología y que por ello tiene también una vertiente social, que se interrelaciona con todas las ciencias sociales.
Un caso es la descripción de una situación real que suele implicar habitualmente un reto, decisión o problema. Es una descripción compleja de lo real -al menos en sus elementos centrales-, enfocada desde el punto de vista del sujeto que debe decidir. Un buen caso cuenta una historia, se centra en un problema que despierta el interés del lector, permite el desarrollo de cierta empatía con los sujetos principales del caso y requiere en último término la resolución de un problema.
Sobre la utilidad didáctica de la resolución de casos se ha escrito muchísimo y no tenemos nada original para agregar. Pero en esta entrada queremos salir al cruce de una falacia bastante frecuente, que consiste en confundir la resolución de casos, procedimiento legítimo y muy útil para testear empíricamente unos principios éticos; de la casuística, que fue un desarrollo anómalo de la ciencia moral, que llegó a oscurecer los grandes principios y reducir la vida moral a un cúmulo de preceptos particulares desvinculados de las virtudes.
¿Cómo describir la casuística para diferenciarla de la resolución de casos? He aquí una caracterización de Requena:
1. El primer paso de la casuística está siempre constituido por la formación de una taxonomía, como sistema en el que los casos están organizados siguiendo el criterio de la analogía. Generalmente, en los textos de los famosos casuistas esta sistematización se establece alrededor de los Diez Mandamientos o de los pecados capitales. Cada capítulo comienza con la definición de los términos empleados (por ejemplo, la definición de homicidio al considerar el quinto mandamiento, o de mentira al considerar el octavo). Para ello se recurre a las utilizadas por autores clásicos, como Cicerón, San Agustín y Santo Tomás. Después se presenta un caso concreto en el que la valoración moral resulta evidente, generalmente por suponer una clara trasgresión del precepto que se considera. Este caso pasa a ser paradigmático, y servirá de modelo para estudiar, por analogía, aquellos otros que no resultan tan claros. 
2. Las máximas son aquellos aforismos o dichos clásicos, más específicos que los principios generales e incuestionables de la moral, que se utilizan para fundamentar la argumentación del caso. Muchos proceden de la Ley Romana, y fueron después asumidos por en los cánones de la Iglesia. Normalmente no requieren justificación alguna, y son «generales, pero no universales o invariables».
3. Lo que hace que la valoración moral en algunos casos no resulte tan clara como en los paradigmáticos son las circunstancias, y por ello han de ser consideradas con gran atención. Los casuistas dicen que las circunstancias hacen el caso.
4. Los distintos casos se clasifican según la probabilidad de sus conclusiones (cierta, poco probable, altamente probable, etc.). La probabilidad depende tanto de los argumentos utilizados, como de la autoridad de los autores presentados a favor de una u otra conclusión.
5. La justificación de una u otra conclusión no está tanto en la lógica de su argumentación, sino en lo que denominan la acumulación de argumentos. Un ejemplo de ello son los libros penitenciales, donde junto a los diferentes pecados se establece una penitencia, que no se justifica generalmente con el recurso a la Sagrada Escritura o a los Padres de la Iglesia, sino en referencia a la cantidad de argumentos y autores avalan esa penitencia.
6. A la resolución del caso se llega con la propuesta de una conclusión, que consiste en un consejo sobre la licitud y permisividad moral de una determinada actuación, teniendo en cuenta sus circunstancias particulares. En muchos casos no se trata de una conclusión cierta, sino probable, puesto que la complejidad de la vida moral impide un rigor similar al de las ciencias exactas.
Después de presentar estos elementos, se puede definir la casuística como «el análisis de los asuntos morales, usando procedimientos de razonamiento basados en los paradigmas y la analogía, que lleva a la formulación de opiniones expertas sobre la existencia y severidad de obligaciones morales particulares, estructurados en términos de reglas o máximas que son generales pero no universales ni invariables, porque rigen con certeza sólo en la condición típica del agente y las circunstancias de la acción».
Ahora bien, cuando se plantea un caso para su resolución, en orden a probar empíricamente la recta formulación de los principios, es una falacia acusar de casuismo o de casuística. En el fondo, esto es aprovecharse de la similitud de las palabras para desviar la atención de un punto doliente respecto del cual no se está dispuesto a dialogar racionalmente. Lo cual es contrario a la actitud científica, que en una ciencia práctica debe testear sus principios mediante la resolución de casos, so pena de quedar congelada en un limbo de abstracciones esencialistas.

martes, 3 de mayo de 2016

Pecadores públicos: la falacia del fuero interno

A raíz de las polémicas suscitadas en torno al acceso a la Comunión de los divorciados unidos por matrimonio civil se ha hablado de los pecadores públicos. Aunque el lenguaje eclesial se ha diluido bastante, la sustancia de la disciplina al respecto se mantiene (CIC 1983, c. 915; c. 987; c. 1007; c. 1184 &1, 3º).
La conducta que constituye en pecador público es:
a)   Externa. Se percibe por los sentidos. Pueden ser palabras, gestos, actitudes positivas y también la omisión de algo obligatorio (v.gr., la misa dominical).
b)     Pública. Manifiesta para los integrantes de la comunidad.
c)  Grave. Se trata de una inmoralidad objetiva, material (al menos), obstinada en lo externo. 
Es frecuente en esta materia apelar al denominado fuero interno, recordando que la Iglesia no juzga de lo interior y que nosotros no podemos juzgar en ese ámbito; y también remitirse al estado de la conciencia de los sujetos que realizan determinadas conductas. Lo cual es verdad, pero cuando se lo extrapola al fuero externo, se siguen falacias.
En primer lugar, se debe recordar que hay un canon que prohíbe a los pecadores públicos el acceso a la Comunión describiéndolos como los “que obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave”. Sobre el alcance de esta norma, se han dado precisiones oficiales. Y la doctrina que comenta el canon ha precisado que un pecado es “manifiesto” cuando esto es claro y definido, sin posibles dudas, y cuanto menos “en sí” es público, esto es, puede ser probado en el fuero externo. El ministro no debe juzgar de la responsabilidad ante Dios por el hecho, ya que este juicio nunca puede ser dado por un hombre de manera segura y definitiva: "...no da ningún juicio sobre el fuero interno, sino que deja la responsabilidad de la culpa fuera de consideración. Él decide en el fuero externo que alguien no puede ser admitido a la sagrada Comunión. En el canon 915 se trata por consiguiente de un pecado material: esto significa una acción que objetivamente es mala y también grave…” (ver aquí).
En segundo lugar, la situación de pecador público es infamante. Por esto el ministro puede denegarle la Comunión a quien se encuentra comprendido en tal situación sin difamarlo. Porque la situación objetiva es notoria en la comunidad y no se causa infamia a quien pide el sacramento en tales circunstancias.
Conviene advertir, por último, que la noción de pecador público no sólo es aplicable al supuesto de los adúlteros. Se ha aplicado también en el ámbito político (ver aquí). Toda vez que se hace un juicio moral objetivo sobre conductas externas, públicas, en materia grave, de nada vale decir luego que no se juzga de lo interior, ni sobre la conciencia, para eludir la responsabilidad que corresponde a quien juzga; porque la conclusión que lógicamente se sigue es que los sujetos de tales conductas, si son católicos, deben considerarse como pecadores públicos, con las consecuencias que esto tiene en materia sacramental y el consiguiente efecto infamante. No se puede levantar un monumento a los principios y un cadalso a las conclusiones.

P.s.: la foto que ilustra esta entrada es de una política argentina que se dedica de modo sistemático a lanzar anatemas morales contra individuos y grupos a los cuales imputa la condición de pecadores públicos aunque sin usar la fórmula técnica. Tiene un discurso "moralizante" que supone una concepción de la acción humana en la cual la complicidad con el mal ajeno se da de modo mágico, casi se diría que por contagio u ósmosis.