martes, 26 de diciembre de 2017

¿El Papa es un monarca absoluto? (y 3)

Siendo el Papa cabeza visible de la Iglesia, es posible responder al interrogante que titula esta entrada, a la luz de la forma de gobierno de la Iglesia, que es la comunidad que rige el Romano Pontífice.
Considerando esta forma de gobierno se puede afirmar que el Papa no es un «monarca absoluto» porque la Iglesia tampoco es una «monarquía absoluta». El argumento no expresa ninguna idea original, sino que repite tesis cuya explicación más detallada puede encontrarse en obras de Teología y Derecho Público Eclesiástico. Transcribimos algunos textos de autores pre-conciliares, que se encuentran en formato digital y son de libre acceso. El énfasis, es añadido nuestro.

«Aunque la forma de gobierno de la Iglesia sea monárquica, dado que el Papa es la cabeza única de la Iglesia universal, y que todos los demás obispos le son sujetos, tiene sin embargo algunos elementos de régimen aristocrático y democrático

El régimen de la Iglesia puede decirse también aristocrático no porque la soberanía del Pontífice Romano esté dividida, o al menos sea divisible, sino porque el mismo Romano Pontífice, en virtud de la Institución divina, debe confiar una parte de su misión a los obispos. Puede decirse también democrático [*] porque todos los hijos de la Iglesia, cualquiera que sea su situación social, pueden llegar, si son capaces de ello, a las dignidades eclesiásticas, aun a las más elevadas (Episcopado y Papado).» (Roberti-Palazzini).

1341.  La monarquía de la Iglesia es análoga, no idéntica a las humanas monarquías.
«La Iglesia es sin discusión una monarquía de un carácter completamente particular, diferente de las monarquías humanas, única en su género y establecida de acuerdo con un plan sin realidad nunca fuera de la Iglesia. "Saben los católicos, afirma Mazella, haber instituido Jesucristo en su Iglesia una verdadera monarquía y están también unánimes en ser la monarquía de la Iglesia completamente nueva y singular". La monarquía de la Iglesia es análoga, no idéntica a las monarquías políticas. Nosotros no podemos pararnos en el estudio de los términos idéntico —unívoco, dicen los escolásticos— y análogo.» (Álvarez de Santa Clara)
Lógicamente, el poder del Papa —en esta forma de gobierno sui generis, establecida por Cristo— no es «absoluto» pues tiene límites:
1076. El poder del Papa no es absoluto ni ilimitado.
«La autoridad del gobierno de la Iglesia no es absoluta ni ilimitada de modo de serle siempre lícito al Papa proceder en la forma más de su agrado en toda clase de asuntos; en sus actos no hay una irresponsabilidad absoluta ni el ejercicio de una verdadera dominación o una dictadura […]  El poder del Papa no es absoluto ni ilimitado; están perfectamente definidas sus atribuciones [...]. Delinearemos en síntesis general esos límites: a) el espíritu de dulzura y mansedumbre impreso por Jesucristo a su reinado sobre la tierra. Del poder espiritual se puede decir con toda razón estar totalmente consagrado al servicio público; de aquí ser denominado el Papa siervo de los siervos de Dios; b) la voluntad de Jesucristo en la determinación de los elementos esenciales de la constitución de la Iglesia y de los derechos de sus ministros y fieles; y la obra de Jesucristo no puede ser ni modificada ni alterada: c) las promesas de Jesucristo, la asistencia permanente del Espíritu Santo y la infalibilidad doctrinal del sucesor de Pedro.» (Álvarez de Santa Clara). 
1344. Límites del poder pontificio.
«El poder del Papa no es absoluto, ilimitado y arbitrario; tiene sus límites infranqueables en la voluntad de su divino fundador el cual determinó por sí mismo los elementos esenciales de la constitución de la Iglesia. Jesucristo rige toda la Iglesia, la del cielo, la del purgatorio y la de la tierra; el Papa no goza de jurisdicción propiamente dicha sino en la Iglesia militante; no puede modificar en nada la constitución esencial de la Iglesia ni cambiar una letra de la ley de Dios ni abolir la práctica de los consejos evangélicos, etc., etc.—núms. 1076-77—.» (Álvarez de Santa Clara).

«El primado universal del Romano Pontífice tiene su historia en el sentido de que no siempre se manifestó del mismo modo a través de los siglos. Su desarrollo histórico no está en relación con el desarrollo del dogma, que intrínsecamente no puede sufrir ninguna alteración, sino con el desarrollo externo de su manifestación práctica. Este desarrollo se manifiesta en el poder de orden lo mismo que en el de jurisdicción; pero mientras que sustancialmente el poder de orden del P. no se diferencia del poder de orden poseído por cada uno de los Obispos, su poder de Jurisdicción no conoce en la tierra otros limites que los señalados por el derecho divino y la constitución divina de la Iglesia». (Roberti-Palazzini).

 

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* Este elemento «democrático» podría sorprender o suscitar «logofobia», pero lo cierto es que se encuentra en San Roberto Belarmino y en numerosos tratadistas posteriores de doctrina segura. En efecto, enseña el Santo Doctor: «De la Iglesia del Nuevo Testamento, lo que después será probado, a saber: hay en ella una monarquía del Sumo Pontífice y una aristocracia de los Obispos (que son verdaderos príncipes y pastores, y no vicarios del Pontífice máximo) y, finalmente, también en ella tiene su lugar la democracia, ya que no hay ninguno de toda la multitud cristiana que no pueda ser llamado al Episcopado, si fuera juzgado digno de tal oficio.»De Ecclesia testamenti novi, idem postea probandum erit, esse in ea videlicet summi Pontificis monarchiam atque Episcoporum (qui veri principes et pastores, non vicarii Pontificis maxiuni sunt) aristocratiam: ac demum suum quemdam in ea locum habere democratiam, cum nemo sit ex omni Christiana multitudine qui ad Episcopatum vocari non possit si tamen dignus eo munere judiceturfuente).




jueves, 21 de diciembre de 2017

¿El Papa es un monarca absoluto? (2)


La proclamación de los dogmas de la infalibilidad y el primado por el Vaticano I dio ocasión para diversas reacciones dentro y fuera de la Iglesia. Una de estas fue la del canciller alemán, Bismarck, en un despacho dirigido a todas las cancillerías europeas del 14 de mayo de 1872. A tenor de este documento, las definiciones del concilio Vaticano implicarían que:
«El Papa así se convierte en un soberano perfectamente absoluto, en el monarca más absoluto del mundo de quien los obispos no  son más que instrumentos, funcionarios sin responsabilidad propia, funcionarios, además, de un soberano extranjero.» (García-Suárez, aquí).
Ante esta visión deformada de la verdad, 23 obispos alemanes —en su mayor parte presentes en el concilio Vaticano I— emitieron una declaración colectiva, en la cual señalaron que todas las afirmaciones del Canciller carecían de fundamento y estaban en palmaria contradicción con los textos conciliares. La prensa europea consideró este documento del episcopado alemán como una enmienda a lo definido por el Vaticano I. Por lo que Pío IX juzgó necesario intervenir:
«El documento [de los obispos alemanes] no tuvo un carácter puramente nacional ni de contienda entre un Gobierno con los obispos de su territorio: sobrepasó las fronteras alemanas. Y las sobrepasó no sólo por la acogida favorable de que fue objeto por parte de los obispos de otros países sino por la aprobación de Pío IX, que también fue rápida y pronta. En «Carta Apostólica» a los obispos alemanes aprueba el contenido de la declaración y el 15 del mismo mes y año en el consistorio vuelve sobre el tema y lo ratifica de nuevo» (Domínguez del Val).
Esta doble ratificación pontificia (carta apostólica Mirabilis illa constantia, 4-III-1875; Alocución a los Cardenales, 15-III-1875), asumiendo el documento episcopal, le confirió un importante peso doctrinal. En efecto,
«La declaración de los obispos alemanes no puede desligarse del concilio Vaticano I, porque en el concilio encuentra su origen y sobre el concilio ha de proyectarse. Por esto precisamente la declaración de los obispos alemanes es un comentario del concilio y el mejor comentario del mismo; y digamos también que es el comentario auténtico y oficial. No considerarlo así, es desvalorizarlo. Para Pío IX esta declaración es egregia «sicuti fecistis per egregiam hanc declarationem vestram» (Litterae Apostolicae), con resonancia en toda la Iglesia «quae in Ecclesiae fastis memorabilis erit» (Alocución Consistorial). Tan egregia es, según el Papa, que «nihil desiderandum relinquat» (Litterae). La declaración expone doctrina católica «cum declaratio vestra nativam referat catholicam, ac propterea Sacri concilii et huius Sanctae Sedis sententiam luculentis et ineluctabilibus rationum momentis scitissime munitam et nitide sic explicatam» (Litterae). Y sobre todo explica el sentido genuino del Concilio: «dum germanum Vaticani concilii definitionum sensum a vulgata quadam circulari epistola captiosa commentatione detortum restituendum susceptis, ne fides deciperet» (Litterae). El valor teológico de la declaración es estrictamente dogmático. No otra conclusión sugieren los juicios de Pío IX…» (Domínguez del Val)
Reproducimos a continuación el documento del episcopado alemán completo y traducido al español. No agregamos los documentos de Pío IX, de los cuales no hemos encontrado traducción castellana, para no extender demasiado esta entrada. El énfasis de algunos párrafos es agregado nuestro y su lectura refuerza la conclusión que -a la luz del Vaticano I- el Pontífice no puede considerarse como «monarca absoluto» en el gobierno de la Iglesia y tampoco en relación con las comunidades políticas. Lo cual constituye un freno tanto a la «papolatría» como al «clericalismo» político.
DECLARACIÓN COLECTIVA DEL EPISCOPADO ALEMÁN CON MOTIVO DE LA «CIRCULAR-DEPESCHE» DEL CANCILLER DEL REICH ALEMÁN Y RELACIONADA CON EL FUTURO CÓNCLAVE.  
El «boletín del Estado» ha publicado recientemente una «Circular-Depesche» del Sr. Canciller del Reich alemán, príncipe de Bismark, fechada el 14 de mayo de 1872 y relacionada con el futuro cónclave, cuyo contenido —según declaración expresa del «boletín»— está constituido por las líneas fundamentales del fascículo (sustraído a la publicidad) de las actas eclesiásticas-políticas citadas frecuentemente en el Proceso contra el conde de Arnim.
La citada «Depesche» toma como punto de partida el supuesto de que la posición del Papa ante los Gobiernos ha cambiado totalmente a través del concilio Vaticano y de sus dos más importantes decisiones sobre la infalibilidad y la jurisdicción del mismo, concluyendo de aquí que el interés de aquéllos por el futuro cónclave se ha acrecentado en sumo grado, hecho que ha proporcionado simultáneamente una base más firme a sus derechos por los que tienen ellos que velar.  
Estas conclusiones son tan injustificadas como infundado es su presupuesto, por lo que, ante la importancia grande de estas actas y ante las consecuencias a las que pudieren llegar los principios directrices de la Cancillería del Reich en las cuestiones de la Iglesia en Alemania, se consideran los infrascritos Prelados tan justificados como obligados a hacer en interés de la verdad una declaración pública en contra de los doctrinas erróneas allí contenidas. 
La «Circular-Depesche» afirma con relación a las conclusiones del Concilio Vaticano: «A través de estas decisiones ha llegado el Papa a poseer en cada diócesis en particular los derechos episcopales y a sustituir la potestad local de los obispos por la papal». «La jurisdicción de los obispos ha quedado absorbida por la del Papa». «El Papa no ejerce como hasta ahora "derechos reservados" particulares y determinados, sino que más bien está en sus manos la absoluta totalidad de los derechos episcopales». «En principio ha reemplazado él al obispo en particular», «y depende enteramente de él el enfrentarse también prácticamente al Gobierno en lugar de aquél». «Los obispos son solamente sus instrumentos, sus funcionarios sin responsabilidad propia»; «éstos han llegado a ser ante los soberanos funcionarios de un monarca extranjero», «y ciertamente de un soberano, que, gracias a su infalibilidad, es completamente absoluto, más incluso que cualquier monarca absoluto del mundo». 
Todas estas aserciones carecen de fundamentación y materialmente tomadas están en completa contradicción con el sentido genuino —aclarado más de una vez por el Papa, por los Obispos y por los representantes de la ciencia católica— de las decisiones del Concilio Vaticano.
Según estas decisiones es ciertamente la potestad eclesiástica de jurisdicción del Papa una potestas suprema, ordinaria et immediata, una suprema potestad ministerial conferida por Jesucristo, el Hijo de Dios, al Papa en la persona de San Pedro, proyectándose directamente sobre toda la Iglesia, por tanto sobre cada diócesis en particular y sobre todos los fieles para mantenimiento de la unidad de creencia, de disciplina y de gobierno de la Iglesia y no siendo de ninguna manera una mera competencia-polarización de algunos derechos reservados. 
Esto no es ninguna doctrina nueva sino una verdad de la fe católica reconocida siempre y un conocido principio de derecho canónico; una doctrina que el concilio Vaticano en conexión con las afirmaciones de los precedentes concilios generales ha declarado y ratificado nuevamente en contra de los errores de los Galicanos, Jansenistas y Febronianos. 
Según esta doctrina de la Iglesia católica es el Papa Obispo de Roma, y no Obispo de algún otro Estado o Diócesis, no Obispo de Colonia o de Breslau, etc. Pero como Obispo de Roma es él simultáneamente Papa, e. d., Pastor y Jefe de toda la Iglesia, Jefe de todos los Obispos y de todos los fieles; su potestad papal no «revive», p. e., en determinados casos excepcionales, sino que tiene validez y fuerza siempre, en todo tiempo y lugar. En una posición tal ha de vigilar el Papa para que cada Obispo cumpla su deber en toda la amplitud de su cargo, y donde un Obispo se ve impedido o así lo exige una necesidad ulterior, allí tiene el Papa —no como Obispo de la respectiva diócesis, sino como Papa— derecho y deber de ordenar todo lo perteneciente a la administración de la misma. Hasta hoy han reconocido siempre estos derechos papales todos los estados de Europa como pertenecientes al sistema de la Iglesia católica y en sus negociaciones con la Silla papal han considerado siempre al titular de la misma como el jefe real de toda la Iglesia católica, tanto de los Obispos como de los fieles y nunca como mero portador de algunos determinados derechos reservados. Además las decisiones del Concilio Vaticano no ofrecen ni el más remoto motivo para la afirmación de que a través de las mismas se ha convertido el Papa en un soberano absoluto, absoluto completamente, más que ningún monarca absoluto del mundo y todo esto precisamente por su infalibilidad. 
En primer lugar, el campo sobre el que recae la potestad eclesiástica del Papa es esencialmente distinto de aquél sobre el que se proyecta la soberanía terrena del monarca; en ninguna parte se niega por los católicos la completa soberanía de los príncipes en una vertiente estatal. Pero prescindiendo de esto, no se puede usar la expresión de absoluto monarca con respecto de los asuntos eclesiásticos, con relación al Papa, porque este se encuentra bajo el ángulo del derecho divino, dependiente de las disposiciones adoptadas por Cristo para su Iglesia. En contraposición con el legislador terreno que puede modificar una constitución estatal, el Papa no puede cambiar la constitución dada a la Iglesia por su legislador divino. La constitución eclesiástica se funda en sus puntos capitales sobre la disposición divina y se substrae a toda arbitrariedad humana. Por virtud de la misma disposición divina —en la que se funda el Papado— existe también el episcopado: también tiene él por disposición divina sus derechos y sus deberes y el Papa no tiene ni derecho ni poder (Macht) para cambiarlos. Es por tanto una absolutamente errónea interpretación de las decisiones vaticanas, si se cree que a través de las mismas «ha sido absorbida la jurisdicción episcopal por la papal», que el Papa «ha reemplazado en principio al Obispo en particular», que los Obispos sean solamente «instrumentos del Papa, sus funcionarios, sin responsabilidad propia». Según la doctrina constante de la Iglesia católica —como declara expresamente el Concilio Vaticano— no son los Obispos meros instrumentos del Papa, no son funcionarios papales sin responsabilidad propia, sino que «puestos por el Espíritu Santo y sucesores de los Apóstoles, apacientan y rigen como verdaderos Pastores la grey confiada a ellos». 
De igual manera que ha existido en el organismo de la Iglesia durante dieciocho siglos de historia de la misma el Primado junto y sobre el Episcopado instituido igualmente por Cristo en virtud de disposición divina, así perdurará ulteriormente y así como el derecho del Papa, real en todo tiempo, de ejercer la potestad administrativa en todo el mundo católico, no ha hecho nunca ilusoria la potestad de los Obispos, tampoco puede fundar para el futuro un tal temor la declaración de la vieja doctrina católica sobre el Primado. Después del Concilio Vaticano serán ciertamente erigidas las diócesis de todo el mundo católico por sus obispos precisamente de la misma manera que fueron dirigidas y regidas antes del mismo. 
Por lo que toca especialmente a la afirmación, de que a causa de las decisiones vaticanas hayan llegado a ser los Obispos funcionarios papales sin responsabilidad propia, esto sólo puede encontrar en nosotros una plena reprobación: no es precisamente en la Iglesia católica donde tiene acepción el principio inmoral y despótico de que el mandato del superior despoje incondicionalmente de la propia responsabilidad
En fin, la opinión de que el Papa sea «por razón de su infalibilidad un perfecto absoluto Soberano», se funda en un concepto completamente erróneo del Dogma de la infalibilidad papal. Como lo ha expresado claramente el concilio Vaticano y como emerge de la naturaleza misma del Dogma, la infalibilidad se refiere únicamente a una cualidad del supremo magisterio del Papa: tal magisterio se extiende exactamente sobre el mismo campo que el infalible magisterio de la Iglesia y está ligado al contenido de la Sagrada Escritura y de la Tradición así como a las decisiones ya emitidas por el magisterio eclesiástico. Con esto no se ha cambiado lo más mínimo lo que respecta a la acción administrativa del Papa. Si según esto aparece completamente infundada la opinión según la que habría sido alterada por las decisiones vaticanas la posición del Papa con relación al Episcopado, pierde asimismo todo fundamento la consecuencia deducida de esta suposición, a saber, que a través de aquellas decisiones habría cambiado la posición del Papa con respecto a los Gobiernos. 
Por lo demás no podemos por menos de expresar nuestro más profundo sentimiento sobre el hecho de que en la frecuentemente citada «Circular-Depesche» haya juzgado la Cancillería del Reich sobre asuntos católicos según asertos e hipótesis, que han sido dotados de carta de ciudadanía por algunos antiguos católicos progresistas que llegan a la repulsa de la legítima autoridad de todo el Episcopado y de la Santa Sede y por un número de eruditos protestantes, pero rechazadas y refutadas repetida y enérgicamente por el Papa, por los Obispos y por los teólogos católicos así como por los Canonistas. 
Como legítimos representantes de la Iglesia Católica en las diócesis encomendadas a nuestra dirección, tenemos derecho a exigir se nos escuche cuando se trata de enjuiciar principios y doctrinas de nuestra Iglesia y a esperar se nos crea mientras nuestras acciones estén reguladas por estas doctrinas y principios. 
Al informar a través de la presente declaración sobre las explicaciones erróneas contenidas en la «Circular-Depesche» del Sr. Canciller del Reich, no intentamos en ningún modo considerar detalladamente las aserciones ulteriores de la «Depesche» con relación al futuro cónclave. 
Nos sentimos sin embargo obligados a protestar enérgicamente contra el pretendido ataque a la libertad e independencia en la elección del supremo jefe de la Iglesia católica, haciendo simultáneamente la observación de que solamente la autoridad de la Iglesia tiene en todo tiempo que decidir sobre la validez de la elección papal, a cuya determinación se tendrá que someter sin reservas cada católico en todos los países así como también en Alemania. 
En el mes de Enero de 1875. 
En el mes de Febrero de 1875. 
Fuente:
Domínguez del Val, U. Obispo y colegio episcopal en el Concilio Vaticano I y en la tradición patrística, en Rev. «Salmanticensis» 11 (1964) p. 90 y ss (aquí).

lunes, 18 de diciembre de 2017

¿El Papa es un monarca absoluto? (1)




La definición del dogma del Primado del Papa (ver aquí), pronunciada por el Concilio Vaticano I, permite caracterizar la potestad del Romano Pontífice como ordinaria, suprema, plena, inmediata, universal y libre en su ejercicio. Cada una de estas notas requiere de una rigurosa explicación. Y de modo singular el carácter de suprema. Así lo hizo el Episcopado Alemán en su declaración de 1875 (solemnemente aprobada por Pío IX) para disipar los recelos de Bismarck, según el cual por la definición del Primado el Papa se había convertido en el monarca absoluto del mundo («ein absoluter Monarch der Welt») de quien los obispos no serían más que instrumentos sin responsabilidad propia.  
En otro contexto histórico, el cardenal Ratzinger tuvo que reiterar que «el Papa no es en ningún caso un monarca absoluto, cuya voluntad tenga valor de ley. Él es la voz de la Tradición; y sólo a partir de ella se funda su autoridad» (aquí). Lo hizo en respuesta a quienes «presionaban» por la ordenación sacerdotal de mujeres. En los últimos años, la frase de Ratzinger ha sido citada varias veces, en distintos contextos, pero de modo singular para relativizar el valor de Amoris laetitia. Un ejemplo reciente, lo tenemos en este artículo del p. Highton (aquí). 
Al margen de estas circunstancias históricas el carácter de suprema podría entenderse como absoluta, término que para el DRAE significa un poder que se ejerce «sin ninguna limitación». Pero esto es falso y opuesto al dogma católico. Porque la potestad primacial tiene límites por voluntad de Cristo y su limitación pertenece a la constitución divina de la Iglesia. 
Un primer límite es ontológico. La potestad del Romano Pontífice deriva de Cristo y se ejerce en su nombre, pero no deja de ser una perfección participada y de ello se sigue una primera y fundamental limitación que impide considerarla como absoluta«Quidquid recipitur ad modum recipientis recipitur» (cfr. S Th., I, 75, 5) enseña Santo Tomás. El Pontífice no es Dios, sino creatura; y su potestad no es un atributo divino. En efecto, «existe en el Papa la plenitud del poder en sentido relativo, no absoluto; sus poderes no son tan extensos como los de Jesucristo, pero son tan extensos como los por El conferidos a su Iglesia» (*).
Un segundo límite es moral. El dogma del Primado definido por el Vaticano I de ningún modo significa que el Romano Pontífice está «más allá del bien y del mal» en el ejercicio de su potestad. Por el contrario, debe regir a la Iglesia de modo virtuoso; y cuando abusa de sus poderes primaciales puede cometer pecados muy graves, de los cuales tendrá que rendir cuentas a Dios. El principio «prima sedes a nemine iudicatur» (ver aquí) se refiere a jueces humanos, no a Dios; y significa que no hay en en la tierra una instancia jurisdiccional superior al pontífice.
El teólogo Van Noort explicaba los límites del Primado, en unos párrafos que hemos traducido y reproducimos a continuación:
«Finalmente, de la doctrina esbozada arriba, no se debe llegar a la absurda conclusión que todas las cosas son lícitas para el Papa; o que puede cambiar las cosas patas arriba en la Iglesia por puro capricho. La posesión de la potestad es una cosa; el uso legítimo de esa potestad, es otra. El Supremo Pontífice ha recibido su potestad para edificar la Iglesia, no para derribarla. En el ejercicio de su potestad suprema, por ley divina, está estrictamente obligado por las normas de la justicia, la equidad y la prudencia. Estas leyes requieren que, a menos que la necesidad o la gran utilidad exijan lo contrario, el Papa deba, por ejemplo, respetar las costumbres legítimas que se viven en varios lugares, observar las leyes eclesiásticas establecidas, etc. Estas leyes, aunque no poseen una fuerza vinculante para el Papa, no obstante, normalmente tienen para él un poder directivo. También exigen que, en circunstancias normales, el Papa deje el funcionamiento completo de las diócesis a sus obispos individuales de acuerdo con el consejo dado por San Bernardo al Papa Eugenio III:
“Tú lo posees todo. Pero sería vergonzoso que todavía vivieras insatisfecho y te rebajaras a regañar hasta lo más insignificante, como si no te perteneciese. […]
Te equivocas si crees que por ser tu potestad apostólica la suprema autoridad, es también la única establecida por Dios” (De consideratione, III, c. 4, n. 15-17.
Es posible, por supuesto, como en todos los asuntos gobernados por hombres, que se produzcan abusos y que ocurran aberraciones; pero el Divino Esposo de la Iglesia, que ha prometido que el Espíritu Santo estará con la Iglesia para siempre, se asegurará de que la Iglesia misma no esté expuesta a la catástrofe por la debilidad o la imprudencia de los hombres. Un último punto queda por mencionar: el Romano Pontífice no está sujeto a nadie en la tierra y, en consecuencia, no puede ser llamado a juicio por nadie. Él está obligado a rendir cuentas de sus decisiones a nadie más que a Él, cuyo vicario visible es, Jesucristo». (Van Noort, G. Dogmathic Theology. Vol. II. The Newman Press, Maryland, 1959, pp. 283 y ss. Completo, aquí).

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(*)  Cfr. Álvarez de Santa Clara, E. La Iglesia y el Estado. Buenos Aires, 1925, Tomo II, p. 219-220.


viernes, 15 de diciembre de 2017

Castellani: parábola de la Cizaña



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Este Domingo se lee la parábola de la Cizaña, que es una de las más hermosas y de las más importantes; una de las tres parábolas fundamentales que Cristo mismo interpretó a sus Apóstoles: trata del problema de la existencia del mal en el mundo.
La interpretación que más tarde dio Cristo mismo a sus discípulos es la siguiente:
"El sembrador de la semilla hermosa es el Hijo del Hombre; El campo es el mundo. La hermosa semilla son los hijos del Reino. La cizaña son los hijos del Malo. El que salió a esparcirla es el Diablo. La siega es la consumación del siglo. Los segadores son los ángeles. Como se ata la cizaña y se la echa al fuego, Así será en la consumación del siglo: Enviará el Hijo del Hombre a sus ángeles Y recogerán de todo su Reino Todos los escándalos y los hechores de iniquidad Y los arrojarán a la fragua del fuego: Allí será el clamor y el rechinar de dientes. Mas los justos resplandecerán como el sol En el Reino de su Padre... El que tenga orejas, que escuche".
La fabulita está preciosamente hecha: es un símbolo sencillo y duro, como esculpido en marfil. Una cosa enteramente posible en el medio rural palestino, esos pequeños trigales sin alambrado y lejos de las casas; la treta del enemigo que es una típica venganza de rústico: un daño que es fácil de hacer y de ocultar, que no se ve sino después de un tiempo; el celo de los sirvientes o peones; la prudencia del paterfamilias; el lolium temulentum, que no es cizaña como abrojo, sino un yuyo que no hay en la Argentina, que es parecido al trigo y da también harina, pero venenosa como indica el nombre latino. En España lo llaman "luello" en Castilla, “joyo" en Cataluña y en Andalucía "hierbamula", porque la dan los gitanos a las mulas para hacerlas parecer vivarachas. El luello es igual al trigo hasta que grana; cuando grana es más alto, así que se le puede segar las cabezas, las espigas, sin tocar las del trigo.
No hay en esta fábula nada desmesurado y paradojal, como en casi todas las parábolas de Cristo; anoser el carácter terrible y casi irreparable del daño hecho por el enemigo. En efecto, el pecado es de suyo irreparable y terrible. Y eso es misterio: toda la inmensa masa de males que hay en el mundo por causa del pecado de Adán; y que lo tengamos que pagar nosotros, que no estábamos allí en el Edén. Estábamos en los lomos de Adán, dice rudamente la Escritura; y la biología moderna parece apoyar esto hablándonos del SOMA GENÉTICO que corre en línea recta del primer hombre hasta nosotros y que no es propiedad del hombre individuo sino de la especie. Pero además, todos los pecados individuales acumularon y acumulan los males indeciblemente. El pecado adámico sólo dio a sus hijos la propensión a sufrir —y a pecar; los sujetó a la muerte. Los hijos inmediatos de Adán fueron más felices que nosotros.
Pero de todas maneras ¡que un solo pecado del Ángel y un solo pecado del primer hombre haya producido tanto daño; y que no pueda remediarse sino sólo por la mano de Dios! "Un alma que está en el Infierno por un solo pecado mortal", dice San Ignacio. No sabemos si hay en el Infierno un alma con un solo pecado mortal; y yo personalmente no lo creo. Sin embargo es posible.
Otra cosa que indica la parábola es que la Iglesia durará bastante tiempo, tres estaciones del año y que Cristo no creyó ni enseñó que el fin del mundo estaba allí, al caer: pero desto debo hablar el próximo domingo, si Dios quiere.
Pero lo que enseña directamente la Parábola es que el mal en este mundo no se puede suprimir del todo y que la cizaña, o el luello, durará hasta el tiempo de la siega. Es una grave tentación del hombre religioso y ha sido un grave error a veces de los hombres de Iglesia o de Estado querer arrancar todo luello, enderezar los desórdenes, suprimir los vicios, extirpar los pecados de una vez. Mala palabra ésa de extirpar, parienta de "destripar". La intolerancia, la rigidez excesiva, el fanatismo, la violencia no hacen bien a la religión.
Suelen poner como ejemplo desto a Lutero, que me parece poco exacto: "Lutero, queriendo extirpar la cizaña, la desparramó" —dice un escritor. Es verdad que todos los Protestantes primero invocaron "la Reforma de la Iglesia", reforma que hacía un siglo o más era el clamor de todos los buenos cristianos; pero Lutero cuando clavó sus 95 tesis contra las indulgencias en las puertas de la iglesia del castillo de Wittenberg, ya era hereje, ya tenía el "animus haereticus" y había escrito cosas heréticas, y sobre todo tenía el "animus antiromanus", el odio a Roma germánico, de todos o muchos de los alemanes de aquel tiempo; y la reforma de la Iglesia era solamente un estandarte y un pretexto. Porque los alemanes nunca han perdonado a Roma la derrota de Arminio (o sea Hermann) por Varo; ni a Carlomagno el que hubiese hecho bautizar a los sajones por la fuerza: que es un ejemplo de la violencia al servicio de la religión: mal servicio.
Mejor ejemplo es Savonarola. Savonarola, fraile domínico, poeta, gran orador y espíritu ardientemente religioso, quiso moralizar la ciudad de Florencia, y mediante ella toda Italia, y mediante ella toda la Cristiandad, es decir, extirpar la cizaña; y se lanzó a la empresa con más fervor que prudencia. Acabó quemado, aunque quemado después de muerto, primero lo colgaron, con dos compañeros: murió santamente aunque desdichadamente. Quería hacer de Florencia una especie de convento, extirpar todas las inmoralidades; y de hecho, consiguió hacer una especie de convento con Florencia, pero por poco tiempo. Su error fue arrojarse a la politiquería: se le antojó que para moralizar a Florencia había que arrojar de su trono a los Médicis, que eran corrompidos (según) y fundar una república popular. Consiguió fundar una república popular; pero resultó más corrompida que los Médicis. La verdad es que Jerónimo Savonarola fue mucho mejor hombre (en cuanto podemos juzgar, Dios lo sabe) que el Papa Alejandro Borgia, el cual si no lo hizo matar le pasó raspando: lo mató la Señoría de Florencia sabiendo que agradaba al Papa. El Papa era la cizaña; pero Fray Jerónimo no era muy trigo candeal.
Mucho más desdichadamente murió el Papa: murió en su cama, pero envenenado; y se pudrió al instante de morir. Había preparado veneno para matar a cuatro Cardenales en una comida; y el mucamo se equivocó de botella (o no se equivocó, vaya a saber) y se lo sirvió a él y a su hijo César. César Borgia se salvó a gatas, para ir a morir sifilítico en España de una bala de falconete.
Recuerdo estos horrores para que vean el calibre de la cizaña que ha habido incluso adentro de la Iglesia. Pero ¿Judas? Judas perteneció al Colegio Apostólico. Esta parábola nos desrecomienda la intolerancia pero no nos aconseja la blandenguería. ¿No hay que luchar contra el pecado; no hay que castigar los delitos? Evidentemente sí: ésa es la vida misma de la Iglesia y el deber del Estado. Ni dureza de corazón ni merenguería, ni soberbia ni abyección, ni prepotencia ni cobardía. "Ni huno ni hotro, chamigo", dijo el correntino; porque tan malo es pasarse como no llegar.
Tomado de:


Castellani, L. Domingueras prédicas, pp. 41-45 (competo, aquí).

jueves, 7 de diciembre de 2017

POR MUCHOS…

Quizá uno de los cambios más llamativos, para los fieles y sacerdotes, en la publicación de la Tercera Edición del Misal Romano, sea en las palabras de la consagración del cáliz: se sustituirá por todos los hombres, para decir por muchos.
1. El origen del cambio
A principios de los años 60, se comenzaron a traducir los textos latinos de la misa a las diversas lenguas. Fue muy difícil encontrar una traducción precisa, porque el pro multis (por muchos) que rezaba en el Canon Romano, única Plegaria Eucarística en aquel tiempo, no encajaba con la mentalidad moderna. De ahí que la traducción de esta palabra se interpretaba, desviándose del texto original para hacerlo más comprensible. Tal era el caso de Alemania, Italia, Portugal, Inglaterra y España que lo tradujeron por todos (Francia decidió traducirlo por la multitud), mientras que Polonia, Rusia, Ucrania y Vietnam dejaron el por muchos del original ya que son lenguas eslavas y semitas, mucho más concretas y no tan ricas para expresar conceptos universales. 
2. El contexto bíblico
Los estudiosos, en concreto, los biblistas y exegetas consensuaron que la palabra «los muchos» (la multitud), «muchos», que figura en el texto bíblico de Isaías 53,11s, era una forma de expresión hebrea que indicaba la totalidad, «todos». Ellos entendieron que por todos y por muchos, venía a significar lo mismo.
La tradición de Mateo y Marcos usa la palabra por muchos en el relato de la institución. Ellos de corte semítico (hebraico) lo concibieron en el sentido de todos, al estilo de Isaías 53,11s. Cuando la Biblia se tradujo al latín conservó el pro multis con su sentido de totalidad; pero también algunas traducciones aplicaron la interpretación pasando a algunas Biblias con el término por todos. Por tanto, ese consenso exegético fue desapareciendo.
Por otro lado, la tradición de Lucas y Pablo usa la palabra por vosotros. Esta expresión también remite a la totalidad (por todos). Por vosotros se extiende al pasado y al futuro. Se refiere a los apóstoles reunidos en la Última Cena, pero también a mí de manera totalmente personal y a la comunidad actual que celebra la Eucaristía unida en el amor de Jesús. Las palabras de la consagración del Canon Romano une las dos tradiciones bíblicas: por vosotros y por muchos, fórmula que fue retomada luego por la reforma litúrgica en todas las plegarias eucarísticas.
Por tanto, las palabras por vosotros hace que la misión de Jesús aparezca de forma absolutamente concreta por los presentes.
3. El contexto litúrgico
Otro punto que motivó el cambio de las palabras fue la Instrucción Liturgiam authenticam (2001) sobre las traducciones y el uso de las lenguas vernáculas en la edición de los libros de la liturgia romana. Tiene como base la distinción entre traducción e interpretación apelando al criterio de fidelidad, autenticidad y actualización. La Palabra debe estar presente tal y como es, en su forma propia, aunque pueda sonarnos extraño. De ahí que la Santa Sede decidiera que, en la nueva traducción del Misal, la expresión «pro multis» sea traducida tal y como es (por muchos), y no al mismo tiempo ya interpretada (por todos). En realidad, el Rito Romano y sus misales siempre han dicho pro multis y no pro omnibus; además, los ritos orientales (griego, siriaco, armenio, eslavo), contienen fórmulas verbales equivalentes al latín pro multis.
4. Contexto pastoral
Todos sabemos lo mal que sienta en el ánimo de las personas los cambios de formas y textos litúrgicos; incluso, a algunos les puede inquietar una pequeña modificación. Es lógico que muchos sacerdotes y fieles se pregunten: ¿PeroCristo, no ha muerto por todos? Es verdad que la Iglesia siempre expresó de modo inequívoco que la universalidad de la salvación proviene de Jesús. Entonces, si Él murió por todos, ¿por qué en las palabras de la Ultima Cena dijo «por muchos»? Y, ¿por qué ahora nos atenemos a estas palabras de Jesús si murió por todos?
Además, hay tres textos de la Escritura que dicen en concreto: «Dios entregó a su Hijo por todos» (Rm 8,32); «Jesús murió por todos» (2 Co 5,14); Jesús «se entrego en rescate por todos» (1 Tm 2,6). Si esto es así de claro, ¿por qué en la Plegaria Eucarística esta escrito «por muchos»?
5. Respuesta al por muchos: Jesucristo y la comunidad
La respuesta la tenemos en una doble dirección: por respeto a la palabra de Jesús y por permanecer fiel a él incluso en las palabras. Jesús se ha hecho reconocer como el Siervo de Dios de Isaías 53; ha mostrado ser aquella figura que la palabra del profeta estaba esperando. Por tanto, la razón verdadera y propia del cambio al por muchos está en elrespeto reverencial que la Iglesia tiene por la palabra de Jesús y en la fidelidad de Jesús a la palabra de la «Escritura». En esta cadena de reverente fidelidad, nos insertamos nosotros con la traducción literal de las palabras de la Escritura.
Además de esta respuesta con enfoque cristológico, existe otra de corte eclesiológico. Y es que en la comunidad concreta de aquellos que celebran la Eucaristía, él llega de hecho sólo a muchos, pero este muchos, abarca a toda la humanidad, al pasado, presente y futuro. En realidad, para nosotros, que podemos sentarnos a su mesa, este muchossignifica: sorpresa, alegría y gratitud, porque él me ha llamado a mí en concreto, porque puedo estar con él y puedo conocerlo. También significa responsabilidad, porque debo ser luz para los demás. Los muchos, que somos nosotros, debemos llevar consigo la responsabilidad por el todo, conscientes de la propia misión. Y por último, significa aliento y promesa esperanzada, ya que tenemos la sensación de ser cada vez más pocos los que seguimos al Señor.  Nosotros somos muchos pero representamos a todos: a toda la multitud de la que habla el Apocalipsis. Por eso, ambas palabras, «muchos» y «todos» van juntas y se relacionan una con otra en la responsabilidad, en la promesa esperanzada y en lagratitud.
Adolfo Lucas Maqueda
Fuente:
http://lexorandies.blogspot.com.ar/2017/04/por-muchos.html

miércoles, 29 de noviembre de 2017

Conspiracionismo (y 4)


IV. Teología de la historia.
La expresión «Teología de la historia» tiene varias acepciones. Por lo general se entiende como una reflexión sobre el significado teológico de la historia humana a partir de las premisas y del método teológico. La cual debe distinguirse de la «historia de la salvación», que es el conjunto de acontecimientos que se desarrollaron en el espacio y en el tiempo, a través de los cuales el Dios se manifiesta y conduce a los hombres según sus designios salvíficos. La «historia de la salvación» trata acerca de algunos acontecimientos históricos sobre los cuales Dios ha hablado directamente: la Creación, la Alianza con Israel, la Encarnación de Cristo, su Resurrección, etc. Se puede dividir en tres grandes tiempos históricos: el tiempo de Israel, el tiempo de Jesucristo y el tiempo de la Iglesia. Concluirá con la Parusía.
Entre «historia de la salvación» e «historia profana», aunque sean distintas, existe una relación íntima, pues Dios está encarnado e inserto en la historia. Para un cristiano, la historia tiene un sentido. La fe cristiana excluye, en primer lugar, toda visión cíclica del acontecer para describirlo en cambio como una sucesión de eventos, individuales e irrepetibles, orientados hacia la consumación final. Excluye también, toda filosofía del absurdo y toda interpretación que vea la existencia humana abocada a la nada o a la destrucción; la última palabra no la tienen el mal o el pecado, sino la gracia y la voluntad salvadora de Dios. Ese convencimiento afecta no sólo a la totalidad del acontecer histórico, sino a cada acontecimiento en concreto; la fe da al cristiano el conocimiento de que, por muy oscura y dolorosa que sea una situación, en ella se contiene una llamada de Dios y, por tanto, la promesa de la gracia para saber manifestar allí la caridad, que es la esencia de la ley cristiana.
Pero la Revelación no se expresa sobre los hechos que constituyen la trama de la «historia profana». ¿Qué enseña la Biblia sobre la revolución rusa de 1917? ¿Qué datos hay en la Tradición sobre la bomba de Hiroshima? ¿Acaso los Santos Padres enseñaron unánimemente sobre el «Brexit»? La Revelación tampoco permite desentrañar de modo cierto las razones por las que Dios ha permitido o querido determinados hechos: por qué ha nacido el Islam, por qué quiso Dios que los reinos de Francia y de Gran Bretaña fueran distintos, enviando para eso a Juana de Arco, etc.
Sabemos con certeza que la «historia profana» como totalidad está gobernada por la Providencia y orientada a la realización escatológica. Está revelado que existe un tiempo histórico y ese tiempo no es vacío e inútil, sino que desempeña una función imprescindible para la realización plena del plan divino de salvación. Pero no ha sido revelado el sentido que tienen los acontecimientos singulares, ni los procesos más generales, que constituyen la «historia profana». Es un misterio. Y todo intento de descifrar certeramente este misterio de la historia está condenado al fracaso, pues tal conocimiento sólo puede ser obtenido desde Dios y, por tanto, está reservado al fin de los tiempos, al juicio final.
Hay que insistir en que la «Teología de la historia», si bien se propone reflexionar sobre la «historia profana», en la consideración de los hechos y procesos, se encuentra con un límite enorme, conocido y respetado por los teólogos serios, aunque soslayado por los adeptos al «conspiracionismo»: el misterio, lo oscuro, aquello que Dios pudo revelar pero no quiso y que, de hecho, no manifestó. Este límite debiera poner freno a la «arrogancia» de algunas teorías conspirativas que se camuflan de «Teología de la historia». Porque, en efecto, el conocimiento humano del devenir histórico no es Ciencia Divina*. El cristiano no puede conocer los designios de la providencia al detalle, con una curiosidad exigente; es incapaz de «comprender» a Dios dominándolo -saber es dominar- tratando vanamente de «ser como Dios» (Gén 3,5).
El cristiano, sin ceder a la «tentación gnóstica», no niega la providencia de Dios en la historia, ni la olvida, sino que humildemente la contempla día a día, en la adoración del Inefable. Está bien dispuesto respecto de una sana «Teología de la historia» -que no es Ciencia Divina, sino ciencia creada- pero es consciente del diferente valor epistémico que tienen sus posibles afirmaciones. Pues sabe que sólo al final de los tiempos habrá un desvelamiento completo del proyecto divino, el cual ahora es cognoscible sólo de modo limitado.
Aristóteles estableció de modo claro los principios fundamentales en los que se debe basar todo conocimiento científico. El verdadero saber científico (scientia demonstrativa) es aquel conocimiento de las cosas «necesarias» adquirido por «demostración». No todo conocimiento silogístico es demostrativo, ya que puede existir también un silogismo dialéctico, construido a partir de premisas que son contingentes, y por lo tanto no concluyentes de modo necesario. Santo Tomás asumió esta noción aristotélica de ciencia distinguiéndola de otros conocimientos menos perfectos (ciencias en sentido moderno, según L.M. Régis, OP; cuasi-ciencias, según O. N. Derisi; ciencias imperfectas, para I. Gredt) que no son ciencia stricto sensu
Los tomistas (un panorama, aquí y aquí) dan cuenta del carácter análogo de la noción de ciencia y coinciden en la siguiente conclusión: la Historia no es ciencia en sentido clásico, estricto, aristotélico. Porque no tiene por objeto lo universal y necesario, sino lo singular y contingente; y porque sus conclusiones, lógicamente, no alcanzan la certeza necesaria.   
Una «Teología de la historia» que sea verdadera no puede ignorar el valor epistémico de los datos que le suministra la ciencia histórica. Pero el «conspiracionismo» suele suponer que los elementos historiográficos con las cuales teje sus «explicaciones» tienen una certeza propia de lo universal y necesario. Vale decir, se maneja con el supuesto «racionalista» de que la Historia sería una ciencia en sentido estricto. A lo que se debe agregar una habitual confusión entre «historia» (=realidad) e «historiografía» (=conocimiento histórico). Con un agravante: lo que el «conspiracionismo» denomina «Historia», no suele ser más que una selección historiográfica sesgada, tomada de un repertorio limitado de autores, que le sirven más para validar esquemas preconcebidos que para aproximarse a la realidad de los hechos.
La «Teología de la historia» -cuando es un disciplina seriamente cultivada- sabe diferenciar entre las grandes líneas que develan la estructura de la historia, al estilo de La ciudad de Dios de San Agustín, de las aplicaciones particulares respecto de las cuales el conocimiento histórico sólo permite arribar a conclusiones probables o enunciar modestas conjeturas.
«En el juicio final que concierne a todos los hombres en cuanto son miembros del género humano y han participado de la historia común, el sentido de la historia, de los conflictos, las guerras crueles, el progreso y la decadencia de los pueblos y las culturas nos será revelado» (L. Elders).
En el juicio final… No antes, por obra de «iluminados».



* Para la distinción entre Ciencia Divina y ciencia creada, ver S. Th. I, q. 14, aquí.


jueves, 23 de noviembre de 2017

Conspiracionismo 3

III. Errores sobre la Providencia.
Dios, que todo lo creó, con su Providencia lo conserva y gobierna. Las criaturas no tienen su causa en sí mismas, sino que tienen siempre su causa en Dios, del que reciben constantemente el ser y el obrar. Sin esta acción conservadora y providente, las criaturas «volverían en seguida a recaer en la nada» (Catecismo Romano I, 1, 21). Dios actúa en las obras de sus criaturas. Él es la causa primera que opera en y por las causas segundas. Ahora mismo, Él concurre a la acción de quien esto lee.
La Providencia divina es el gobierno de Dios sobre la creación, es la ejecución en el tiempo del plan eterno de Dios sobre el mundo. Ningún suceso, grande o pequeño, bueno o malo, sorprende el conocimiento de Dios o contraría realmente su voluntad. En este sentido, todo cuanto sucede es providencial. Pensar que la criatura pueda hacer algo que se le imponga a Dios, aunque éste no lo quiera, es algo simplemente ridículo. Dios es omnipotente. La creación nunca se le va de las manos, en ninguna de sus partes.
La armonía del orden cósmico es la manifestación primera de la Providencia de Dios (S. Th I, 2, 3). Pero toda la historia humana es providencial, la de los pueblos y la de cada hombre. «Sabemos que Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman» (Rm 8,28). La historia podrá parecer muchas veces «un cuento absurdo contado por un loco», pero todo tiene un sentido profundo; nada escapa al gobierno providente de Dios, lleno de inteligencia y bondad. Esta es sin duda una de las principales revelaciones de la Sagrada Escritura. La historia de José, vendido por sus hermanos como esclavo a unos madianitas, y la de Jesús, son ejemplos de la infalible Providencia divina.
La Providencia de Dios -que se cumple en José y en Jesús- se cumple infaliblemente en todos y cada uno de los hombres. La Providencia es infalible precisamente porque es universal: nada hay en la creación que pueda desconcertar los planes de Dios. A Cristo Rey le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra (Mt 28,18) y él tiene sin duda un dominio absoluto sobre todo cuanto sucede en el mundo, grande o pequeño. No hay para él sucesos fortuitos.
La presencia del mal en el mundo, no es obstáculo a la Providencia divina. Todo lo que sucede es voluntad de Dios, positiva o permisiva. También el pecado de los hombres realiza indirectamente la Providencia de Dios. La muerte de Cristo -producida por causas segundas contingentes- se produjo «según los designios de la presciencia de Dios» (Hch 2, 23). Y los judíos, que «no reconocieron a Jesús, al condenarlo, cumplieron las profecías» (13, 27).
La voluntad antecedente de Dios que todos seamos santos no siempre se realiza, pues no es una voluntad absoluta, sino condicionada: Dios quiere la santidad de cada hombre, si no se opone a ello un bien mayor, por él mismo querido. Pero la voluntad consecuente de Dios versa, en cambio, sobre lo que él quiere en concreto, aquí y ahora; y esta voluntad es absolutamente eficaz e infalible. Esta tradicional distinción teológica, lo mismo que otras consideraciones especulativas, puede ayudar un poco a explicar el misterio; pero la Providencia divina siempre será para el hombre un gran misterio.
En todo caso, la fe nos enseña ciertamente que el Señor gobierna a sus criaturas con una Providencia infinitamente amorosa y eficaz. Toda nuestra historia personal o social, salud o enfermedad, victoria o derrota, encuentro o alejamiento, todo está regido providentemente por un Dios que nos ama, y que todo lo domina como «Señor del cielo y de la tierra». Ni siquiera el mal, el pecado del hombre, altera la Providencia divina, desconcertándola. Del mayor mal de la historia humana, que es la cruz, saca Dios el mayor bien para todos los hombres. Por eso la rebeldía de los hombres contra el Señor es inútil y ridícula.
El hombre ignora los designios concretos de la Providencia: son para él un abismo insondable de sabiduría y amor (Rm 11,33-34). Muchas veces los pensamientos y caminos de Dios no coinciden con los pensamientos y caminos del hombre (Is 55,6). Por eso en este mundo el creyente camina en fe oscura y esperanza cierta, confiándose plenamente a la Providencia divina, como supieron hacerlo nuestros antecesores en la fe (Heb 11).
Sabemos por la fe que hasta los males aparentemente más absurdos y lamentables no son sino pruebas providenciales que el Señor dispone para nuestro bien. Así nos purifica del pecado con penas medicinales; así hace que nuestras virtudes crezcan.
Pero el «conspiracionismo» suele malentender o errar acerca de estas verdades de fe.
En primer lugar, atribuye a la «gran conspiración» una potencia superior a la que es propia de causas segundas. Así la «gran conspiración» sería una causa segunda cuasi-divina, que pretende disputarle a Dios la causalidad primera del obrar creado o interferir en ella.
Otro error frecuente es concebir un Dios distante de la creación, que no se entromete en el gobierno del mundo, ni en lo pequeño ni en lo grande, sino que lo abandona en manos de la «gran conspiración». En este aspecto, las teorías conspirativas se asemejan al ideario de la Masonería.
Un tercer error está en cierta incapacidad para comprender el papel del mal en el mundo. Para la Providencia divina no hay sucesos fortuitos. Enseña Santo Tomás que Dios permite el mal «para que no sean impedidos mayores bienes o para evitar males peores» (S. Th. II-II, q. 10, a. 11) y sabe perfectamente cuál es el bien mayor que saca o el mal mayor que evita. Pero no ha revelado por qué permite ciertos males concretos, históricamente determinados. Sin embargo, el «conspiracionismo» pretende dar una explicación cierta de lo que Dios ha querido dejar velado en el misterio. 
Por último, mientras el creyente camina con esperanza cierta, confiando plenamente en Dios providente, el «conspiracionismo» siembra desesperanza, desconfía de la Providencia en el gobierno del mundo y de la Iglesia. Y en este aspecto implica un «quietismo» paralizante: si la conspiración es algo tan grande, tan poderoso; los creyentes deben sufrir pasivamente los males, sin combatirlos por la oración y el apostolado.


viernes, 17 de noviembre de 2017

Conspiracionismo 2


II. Determinismo pesimista.
Hay libertad física (libre de vínculos físicos, como las cadenas), moral (ante vínculos morales, como las leyes) y de la voluntad (libre albedrío) de la que aquí hablamos y que es el poder que tiene la voluntad para elegir ante una alternativa. Mientras la materia obedece necesariamente las leyes físico-químicas, y los animales siguen irresistiblemente sus instintos, el hombre es dueño de sus decisiones. Luego, sólo el hombre es un ser moral responsable de sus actos.
Los determinismos suprimen el libre albedrío. El hombre no es dueño de sus decisiones porque algo lo impulsa a obrar necesariamente en algún sentido. Para los maniqueos, hay dos principios eternos e irreductibles, uno bueno y el otro malo, y de ambos se derivan una serie de emanaciones que se entremezclan en el mundo y en el hombre. La acción de estos principios suprime el libre albedrío y, por tanto, la responsabilidad
El «conspiracionismo» suele agregar al determinismo un sesgo pesimista: no sólo la humanidad (o una parte de ella) carecería de libre albedrío, sino que estaría determinada a obrar el mal, manipulada por los oscuros poderes que conforman la «gran conspiración». Al igual que los protestantes, Bayo y Jansenio, desde el «conspiracionismo» se supone que el libre albedrío habría sido totalmente extinguido, de suerte que la voluntad humana estaría incapacitada para cualquier acción buena que se desvíe del plan trazado por los conspiradores.
En el marco de este pesimismo antropológico, los «conspiracionistas» suelen negar o poner en duda verdades católicas bien establecidas por la Iglesia sobre las capacidades de la naturaleza humana (herida, pero no destruida), tanto en el orden especulativo como en el práctico, firmemente defendidas por el Vaticano I (una explicación: aquí, n. 200.3) y también sobre el importante papel de la gracia actual (v. aquí) en el obrar moral que conduce a la justificación. 
La existencia de la libertad humana, la capacidad ética de la naturaleza caída y la gracia actual, son factores de incertidumbre que destruyen el fatalismo pesimista de una «conspiración infalible». El ser humano, incluso el pecador más endurecido, no es una marioneta que actúa indefectiblemente mal.