jueves, 29 de junio de 2017

Devotio moderna


Sobre la devotio moderna se han publicado entradas en diversas bitácoras. Así, por ejemplo, en los blogs de los pp. Olivera y Highton. También en Wanderer y en nuestra bitácora se encuentran entradas sobre el tema. Los dos sacerdotes citados remiten como fuente común a un estudio del jesuita Ricardo G. Villoslada, Rasgos característicos de la Devotio moderna (revista Manresa, vol. 28, núm. 108, Madrid, Julio-Septiembre, 1956, 315-350). El cual puede leerse completo, y descargarse, aquí.
Tal vez la caraterización del p. Villoslada deba ser completada con otra nota que habría que exponer con más detalle: el poco aprecio por la Liturgia, derivado de un pietismo individualista, que no encuentra en el culto externo casi ninguna ayuda para la vida espiritual. No es casual que algunos movimientos neoconservadores con amplia recepción de la devotio moderna en su espiritualidad hayan sido indiferentes, y hasta mezquinos, con el motu proprio Summorum Pontificum. Pasaron de la Misa de Pablo VI en latín y coram Deo al mismo rito en lengua vernácula, con guitarras y cierta dosis de show, sin mayores objeciones. Entre otras razones porque -de hecho- consideran más importante la piedad personal que el culto público.

martes, 27 de junio de 2017

Progreso dogmático

- ¿Acaso existe el progreso dogmático? ¿Los dogmas evolucionan, se desarrollan?
- Eso es herejía modernista
- La respuesta puede ser afirmativa o negativa.
- ¡Hegeliano! Viola el principio de no contradicción.
- Depende de lo que se entienda por «progreso», «evolución», «desarrollo»…
Este diálogo nunca ocurrió… Pero, se non è vero è ben trovato. Dejamos la solución a la teología. Ofrecemos una pequeña muestra introductoria (más profundamente, aquí en DOGME VI).

§ 12. El progreso dogmático.
1. Inmutabilidad substancial del dogma.
El Concilio Vaticano concluye su enseñanza acerca de la relación entre fe y ciencia con algunas declaraciones sobre el progreso dogmático. En primer lugar, rechaza la falsa idea, según la cual este progreso sería una mutación substancial de la verdad, un acrecentamiento de la revelación. Contra este error afirma la inmutabilidad y la indefectibilidad esencial de la doctrina de fe.
«Así pues, la doctrina de la fe que Dios ha revelado es propuesta no como un descubrimiento filosófico que puede ser perfeccionado por la inteligencia humana, sino como un depósito divino confiado a la esposa de Cristo para ser fielmente protegido e infaliblemente promulgado. De ahí que también hay que mantener siempre el sentido de los dogmas sagrados que una vez declaró la Santa Madre Iglesia, y no se debe nunca abandonar bajo el pretexto o en nombre de un entendimiento más profundo» (Denz. 1800).
Y en un canon referido a la idea errónea de progreso dogmático, muchas veces afirmada en nuestra época, la hiere con la reprobación (Denz. 1818).
La razón teológica de esta doctrina reside en el hecho de que la revelación se cerró con los Apóstoles y en la infalibilidad de la Iglesia, que no puede errar en sus declaraciones dogmáticas, que son por esto irreformables (cfr. § 7). Cristo dio a sus Apóstoles la misión de enseñar aquello que les había ordenado (Mt 28,20). San Pablo no admite siquiera que un ángel del cielo pueda cambiar el Evangelio (Gal 1,8); cfr. II Tim 1,14). Cristo es "auctor et consummator fidei" (Hebr 12,2). Esta fue también la constante enseñanza de la Tradición como se puede ver en § 4.
2. El verdadero progreso dogmático.
No existe, por tanto, cambio substancial del dogma, ni progreso absoluto, sino un progreso accidental y relativo, que consiste en el hecho de que la Iglesia conoce de un modo siempre más profundo y más preciso las verdades del “depositum fidei”; las explica de modo siempre más claro, las expresa y las propone con fórmulas cada vez más perfectas. Este progreso en el conocimiento subjetivo de la verdad en su formulación objetiva es deseado y favorecido por la Iglesia «Que el entendimiento, el conocimiento y la sabiduría crezcan con el correr de las épocas y los siglos, y que florezcan grandes y vigorosos, en cada uno y en todos, en cada individuo y en toda la Iglesia: pero esto sólo de manera apropiada, esto es, en la misma doctrina, el mismo sentido y el mismo entendimiento» […] (Denz. 1800).
[…]
3. Causas del progreso.
1) El Espíritu Santo que vive y actúa en la Iglesia, guiándola hacia la verdad plena (Jn 16,13).
2) Las herejías que la obligan a explicar más claramente los dogmas que desconocen y niegan. San Agustín les reconoce esta función, y respecto de la gracia, disculpa a los Padres más antiguos que usaban expresiones poco precisas. Refiriéndose al Crisóstomo dice: "Vobis nondum litigantibus securius loquebatur" (C. Jul. 1, 6, 26; cfr. Civ. 16, 2. 1). Habla perspicazmente de las verdades que luego se llamarían "virtualiter revelatae" y dice que la herejía, suscitando en la Iglesia la competencia de los hombres espirituales, sirvió para esclarecerlas  (Enarr. in Ps. 54, 22).
3) El genio particular con el que cada uno de los Padres, y también los diversos pueblos cristianos, consideran las Revelación y se apropian de la misma, viviéndola. Así los griegos son más propensos a la especulación, al tiempo que los latinos prefieren las cuestiones prácticas.
4) También la filosofía y la cultura profana ejercen influencia en el desarrollo dogmático. Recordemos el platonismo, el aristotelismo, el humanismo (filología, historia, crítica), el historicismo.
5) Para el progreso personal en el conocimiento de los misterios de la fe, los Padres, especialmente San Agustín, recomiendan muchas veces, además del estudio, la oración y la pureza del corazón. San Agustín dice que es necesario “petere, pulsare, orare”.
El Concilio Vaticano [I], hablando del progreso dogmático, también tiene en cuenta la actividad particular de los teólogos, tomados de modo individual o colectivo. Los estudiosos bien saben cuánto cada uno de los maestros o escuelas particulares acrecientan el progreso científico. Así es en la Teología: piénsese en S. Atanasio, S. Agustín, la Escolástica, el Conc. de Trento. León XIII renueva la invitación del Conc. Vaticano a la colaboración: “ut, quasi praeparato studio, iudicium Ecclesiae maturetur” (Enc. Providentissimus).
Tomado y traducido de:
Bartmann, B. Teologia Dogmática. São Paulo: Paulinas, 1962. Vol. I, p. 101 y ss.

domingo, 25 de junio de 2017

Estar en el centro o en lo propio


«La moral realista es, ante todo, no represora. Es represora, en cambio, la moral exclusivamente social. Eso no quiere decir que la moral realista tradicional no exija mortificaciones, porque es necesario podar todo aquello que se desvía, no para que no haya mucha vida sino para que abunde la vida. La mortificación está al servicio de la vivificación. Todo esto fuera de la verdad de sí mismo no tiene sentido porque no puedo desarrollar talentos que no tengo. Saber lo que soy no es cuestión de días, ni de semanas, sino que es cuestión de toda la vida. Tengo que ubicarme cada vez mejor y con eso logro mayor seguridad, me instalo cada vez más en mi interior y puedo crecer desde mi mismo. En esto ayuda mucho el amor auténtico, porque cuando nos amamos de veras, o nos aman de veras, cada acto de amor nos coloca en el justo lugar, en nuestro centro, nos ayuda a ser lo que somos. Esto vale también con respecto a los demás: les ayudamos a ser lo que de veras son. El amor es expresión de que queremos que sean como son. Adler llegaba a la conclusión de que el chico mimado tiene los mismos defectos que el chico abandonado porque en el fondo su ser en tanto tal no es querido. En cambio, al ocupar nuestro justo lugar nos sentimos cada vez más seguros, podemos crecer. Por lo tanto perfección también es liberación, realización. La inmadurez es, en el fondo y a menudo, descolocación. De allí la importancia de la aceptación de sí mismo y de la seguridad que brota de ella. Cuando no estamos seguros, estamos inciertos, con mala conciencia y cualquier cosa fuerte de fuera nos causa perjuicio. Esto también es válido para la vida cultural nacional. La primera medida contra las injerencias indebidas es vivir la propia vida. Es inútil luchar contra los abusos, las malas influencias, si uno no vive su vida. No se puede imitar en lo esencial, uno tiene que vivir su vida.
Cuando estamos instalados en lo propio podemos medir mejor nuestras reacciones afectivas. Pero si uno está mal ubicado en lo central, basta muy poco para quedar desequilibrado, para exagerar reacciones afectivas que tampoco pueden diferirse. Sin embargo se puede quitar aquella falsa intensidad afectiva, que no es intensidad afectiva debida a la cosa que nos afecta o a la respuesta con la cual respondemos a aquella cosa, sino que se debe a una esencial descolocación central. Cuando estamos bien ubicados, podemos ver lo otro tranquilamente. La comprensión de lo propio y de lo otro exige una alta movilización de la propia energía, de modo tal que no la puede hacer nadie que no esté bien colocado en lo suyo.
Sin verdad no podemos vivir porque sin ella nos movemos sobre terreno falso. En Santo Tomás hay una frase que dice: “los buenos vuelven con alegría a su propio corazón”. El que no se enfrenta a sí mismo no puede volver a su propio centro, forzosamente tiene que estar en la periferia, huyendo de sí mismo. Por otro lado, el que miente sabe cómo es la verdad y dice lo contrario, entonces, dentro de sí mismo, donde está su corazón, donde está su conciencia, no puede mentir. Necesita salir afuera para encontrar gente que aplauda su mentira, que se dejen convencer por ella. La mentira es necesariamente social, dependiente del qué dirán. La verdad, en cambio, habita en lo propio. El prototipo bíblico del pecado es la mentira; el diablo, Satanás, es el padre de la mentira y el primer homicida, dice la Biblia. El mentiroso tiene que sacar del horizonte aquello que le molesta, es decir, tiene que ignorar, a sabiendas ciertas cosas. Se trata de lo que Platón llamó «amathía». Cuando cierta presencia molesta sobremanera se puede llegar a suprimirla. Así de la mentira se puede llegar al homicidio. Caín mató a Abel porque su presencia lo molestaba. El hombre que miente es malo y por eso no puede volver con alegría a su corazón; huye, no está instalado en sí mismo. El corazón es una palabra metafórica que significa el centro de incitativa de la personalidad, es el yo o la integridad en la cual la persona está instalada y en la cual uno se refugia. El que no aguanta verse tal cual es no puede volver con alegría a su interioridad, no aguanta la soledad y si está solo está con fuga de ideas, con sueños, viaja y no está presente de veras ni a sí mismo, ni a los demás. Blaise Pascal dijo: «Acaso todas las desgracias del mundo provienen de un solo hecho: que el hombre no aguanta en su cuarto». Con otras palabras, no aguanta su propia verdad. En el fondo uno siempre busca la verdad, porque solo lo verdadero es vigente y atractivo de manera plena. […]
Cuando alguien ya se instaló, se aceptó, no necesita aprobación exterior para sentirse bien, en cambio cuando no está bien ubicado en su interior, necesita el apuntalamiento exterior, que nunca es suficiente. Esta siempre a merced de lo que dicen afuera, no tiene verdadera independencia, no puede actuar bien, no puede tomar decisiones porque siempre va a depender de lo que dicen exteriormente. Y aun conformándose a lo que de fuera dicen no puede estar satisfecho porque no eligió lo que de veras le correspondía, no siguió su verdadero interés. No es que haya que independizarse del medio social sino que un conjunto de vínculos de dependencia enfermizos no crea sociedad en sentido verdadero. La primera medida de una «política» social es procurar que haya sanas personalidades». 
Fuente:
Komar, E. La verdad como vigencia y dinamismo. Bs. As., Sabiduría Cristiana, 2006, pp.33-36.

miércoles, 21 de junio de 2017

Sobre el magisterio no vinculante


En una entrada ya publicada en el blog Wanderer se debatió sobre el magisterio no infalible y la posibilidad de que algunos de sus contenidos se propongan sin voluntad de obligar a los fieles. Lo cual es un fenómeno que podría desconcertar porque dicho magisterio se suele denominar auténtico precisamente porque con ese término se subraya su carácter autoritativo, es decir su pretensión de obligar a un asentimiento de parte de los fieles.
Para evitar equívocos en esta compleja materia, conviene recordar algunas ideas elementales: 1) ante un acto del magisterio jerárquico, se presume que el mismo no es infalible, a menos que se demuestre lo contrario (ver aquí y aquí); 2) no se presume, en cambio, el carácter no vinculante (u opinable) por falta de intención de obligar; sino que esto debe ser probado en cada caso, en base a unos criterios objetivos, siendo el de mayor peso la respuesta del órgano magisterial competente; 3) no es correcto tomar la parte por el todo, de manera que partiendo de la existencia de algunos textos no obligatorios se concluya que todo magisterio no infalible carece de intención de obligar y se pronuncia a título de simple opinión; 4) el católico que con buena conciencia ve error en una enseñanza no infalible no tiene el deber de asentir pero debe hacerse responsable de su decisión (v. aquí y aquí).
En esta entrada reproducimos unas páginas de un artículo del p. Miguel Nicolau que es una muestra representativa de esta elaboración teológica pre-conciliar sobre los contenidos no vinculantes del magisterio. El trabajo, publicado en los inicios del Vaticano II, condensa la reflexión anterior al Concilio y se ubica en la línea teológica de los esquemas preparatorios elaborados por la Comisión que presidía el Cardenal Ottaviani. 
13. Sin duda que todo lo que el Papa ha dicho, por ejemplo, en esos 20 volúmenes de discursos y radiomensajes del pontificado de Pío XII, ha sido objeto de un magisterio, puesto que, en primer lugar, de hecho las ha dicho; y, segundo, las ha dicho en plan de enseñar. Pero, ¿es posible que todo lo que allí se ha dicho deba ser recibido obligatoriamente por los fieles? Si se afirma, por ejemplo, con forma literaria elegante, que tal ciudad se asienta gentilmente entre tal y tal río, ¿deberá ser recibida esta aseveración lo mismo que la doctrina principal y sobrenatural que desarrolla el Papa en tal discurso?  
14. No negaremos que siempre merecen respeto las palabras del Papa o de la Santa Sede, una vez que las hace suyas, aun reconociendo que se deban en ocasiones, no inmediatamente al Papa, sino a los auxiliares que pueda tener para la redacción de sus alocuciones y documentos, o para la redacción oficial u oficiosa de lo que ha conversado familiarmente con los fieles. Pero se podrá decir que no es objeto del magisterio pontificio, en cuanto tal, lo que es cuestión meramente profana o de puro estilo literario circunstancial, si no tiene que ver con la fe y las costumbres.
Mas aun en las cuestiones que se refieren a doctrinas y enseñanzas espirituales, es evidente que no porque se contengan en las encíclicas o en discursos, ya por el mero hecho, quiere el Papa que se acepten sin más.  
Las ha dicho, sí, y por tanto las ha enseñado. Pero no todas las quiere imponer. Pertenecen, por consiguiente, si se quiere hablar así, en alguna manera, a su magisterio ordinario, pero no a su magisterio auténtico, en el sentido de que quiera obligar a recibirlas. Es importante, en gran manera, conocer los criterios que pueda haber para determinarlo.  
15. Criterios internos y externos para conocer lo que pertenece al magisterio auténtico. No es siempre fácil distinguir con toda claridad entre lo que meramente se dice o se enseña en los documentos pontificios y la doctrina que positiva y eficientemente se quiere imponer.  
El criterio para discernirlo es evidentemente la voluntad del Pontífice de querer imponer una doctrina. El criterio se reduce, por consiguiente, al criterio para discernir esa voluntad papal.  
16. Los dividiríamos en criterios internos a los mismos documentos pontificios y criterios externos a estos documentos.  
Nos parecería claro que, si se trata de un argumento o enseñanza, dichos de pasada y sin particular hincapié, se sigue, por el mismo examen interno del documento, que tal doctrina no se quiere imponer. Por ejemplo, si en la encíclica Haurietis aquas el Papa usa en las palabras de Jn 7, 37-38 una puntuación distinta de la que estamos acostumbrados a ver en la Vulgata; si dice así: «Si algu- no tiene sed, que venga a Mí y beba el que cree en Mí. Como dice la Escritura, ríos de agua viva saldrán de sus entrañas (de las entrañas de Jesús»), entonces esa manera de puntuar los dos versículos cobra algún mayor prestigio, por usarla el Papa; pero es claro que en esta cuestión deja en plena libertad a los exegetas y editores de la Biblia.  
17. Otra cosa sería, por el mismo examen interno del documento, si se nos preguntara de la idea clave y principal de la misma encíclica Haurietis aquas. Tanto por el principio de esta encíclica como por el final de ella, y por el modo de proceder en ella, consta expresa y claramente que el Papa quiere hacer la apología de la devoción al Corazón de Jesús, como de un medio apto para procurar la perfección, y quiere hacer esta apología, no sólo contra el naturalismo y el sentimentalismo, que menciona de pasada, pero en particular contra algunos católicos «que profesan tener celo de la religión y de alcanzar la santidad» (7), y dicen que este culto no conviene para los tiempos actuales (8), o lo confunden con otras formas de piedad que la Iglesia aprueba, pero que no manda (9), o bien objetan que es piedad sensible, más propia de mujeres (10), o que, por fomentar virtudes «pasivas», como la penitencia, la reparación, no conviene a nuestros tiempos, que piden acción (11). Y aludirá, hacia el final de la encíclica, a «aquellos sobre todo que como espectadores curiosos y con ánimo de duda miran desde lejos» (12), invitándoles a dejar sus prejuicios acerca de este culto. Por todo lo cual, el examen interno del documento muestra en esa repetición insistente del Pontífice el propósito de defender y difundir ese culto al Corazón de Jesús, enseñando que es apto para la perfección de la vida cristiana en todos los tiempos. Además quiere eliminar las dudas y prejuicios que se han levantado entre algunos católicos, y en estos casos, cuando quiere dirimir controversias, parece claro que el Papa trata de que todos acepten la doctrina que él propone. Tenemos, por consiguiente, en esta misma encíclica, otro indicio y criterio para conocer lo que el Papa quiere imponer.
18. Ejemplos claros de doctrina que el Pontífice quiere imponer, porque quiere dirimir discusiones y prevenir o corregir desviaciones, es la encíclica Mediator Dei, que al mismo tiempo que ensalza y fomenta la auténtica vida litúrgica, quería corregir los excesos de un liturgismo inadaptado y arcaico o cerradamente exclusivista.  
Por esto en tales documentos en que el Papa propone una doctrina para evitar desviaciones y corregir abusos, fácilmente aparece su intención de que todos sigan las enseñanzas que propone. Tales fueron, por ejemplo, la encíclica Providentissimus con ocasión de algunos errores en cuestiones bíblicas, en particular sobre la no inspiración de los obiter dicta, que había sustentado el Cardenal Newman y otros fomentaban; la Humani generis sobre diferentes errores que cundían entre los católicos. Se ve clara en tales documentos la intención pontificia de dar la verdadera doctrina y de que todos acepten las enseñanzas propuestas.  
19. De ahí el prestigio y auge que cobran desde entonces entre los católicos las enseñanzas de tales encíclicas y aun dirimen las dudas y opiniones que entre ellos existían. Por ejemplo, sobre los constitutivos de la inspiración bíblica en el hagiógrafo, a saber, la ilustración sobrenatural del entendimiento, la moción de la voluntad y la asistencia en la ejecución, que es la doctrina enseñada en la Providentissimus. También sobre la esencia del sacrificio de la misa, que la Mediator Dei coloca en la consagración de las dos especies. Sobre el amor increado objeto del culto al Corazón de Jesús, que ya señalaba la Miserentissimus Redemptor de Pío XI y vuelve a enseñarse en la Haurietis aquas. Sobre el valor superior de las misas celebradas por cien sacerdotes, por encima de la mera asistencia colectiva de estos cien sacerdotes a la misa celebrada por uno sólo; que Pío XII puso de manifiesto en la alocución Magnifícate Dominum de 2 de noviembre de 1954. Sobre los títulos de retribución justa a los obreros, según la Rerum novarum, Quadragesimo anno y Mater et Magistra. En todos estos casos en que los Papas se ponen a dar doctrina sobre puntos controvertidos, que tocan la fe y las costumbres, o puntos económicos que se relacionen con la fe y la moral, el análisis del documento muestra que tienen voluntad de imponerla.  
20. Por supuesto que esta voluntad de que se acepte su doctrina es clara de la idea central y fundamental de sus encíclicas y alocuciones; por ejemplo, la realeza de Cristo en la Quas primas y sus diferentes títulos para reinar; el deber y los modos de reparación, según la Caritate Christi compulsi de Pío XI, etc.  
21. Por esto, resumiendo los criterios internos que podemos formular, para conocer la voluntad papal de imponer una doctrina, diríamos que:  
1.º La idea central capital y fundamental de la encíclica o alocución, evidentemente que se quiere imponer.  
2.º La doctrina que se propone para dirimir controversias o evitar desviaciones o señalar normas prácticas de conducta a los católicos, también se quiere imponer. Por esto escribió Pío XII en la Humani generis: «Quodsi Summi Pontífices in actis suis de re hactenus controversa data opera sententiam ferunt, ómnibus patet rem illam, secundum mentem ac voluntatem eorumdem Pontificum, quaestionem liberae inter theologos disceptationis iam haberi non posse» (D 2313) [*].
3.º Y aquí notemos la expresión de Pío XII: «data opera». No es lo mismo, ni es la misma voluntad del Papa de que se acepte lo que ha dicho de pasada, per transennam, y lo que ha dicho data opera, es decir, de intento y muy a sabiendas, porque lo quiere inculcar.  
4.º Las mismas palabras de la encíclica, haciendo hincapié en una enseñanza y urgiendo su aceptación y verdad, indican claramente que el Papa quiere su aceptación. A veces serán frases dichas de pasada, pero significativas: Nec enim toleranda est eorum ratio qui... (13).  
5.º La repetición de ciertas ideas una y otra vez y el volver sobre ellas, puede fácilmente indicar lo mismo.  
22. Pero además de estos criterios internos, hay a veces otros criterios externos al documento, que no dejan lugar a duda sobre la intención del Papa. Por ejemplo, respecto de la Providentissimus y de la doctrina en ella señalada, consta por carta al Ministro General de los Franciscanos (14) y a los obispos franceses (15), que León XIII quería obligar a que se admitiesen las doctrinas de la Providentissimus, en la cual encíclica –decía- él había expresado lo que exige un juicio sano y prudente sobre los Libros sagrados.  
23. Viceversa, a veces por circunstancias externas se conoce que una doctrina no se quiere imponer, aunque esté contenida y enseñada en una bula o constitución apostólica. En la constitución apostólica Munificentissimus Deus sólo se define la Asunción de María a los cielos en cuerpo y alma; no se define la muerte de María. Y, sin embargo, en el curso de ese documento papal se habla repetidas veces de la muerte de María, aduciendo palabras de los Santos Padres. Se diría que tal muerte no se define, pero que se enseña en la bula, y que la muerte de la Virgen es la doctrina consona con la de la bula. Sin embargo, dudaríamos que el Papa la haya querido imponer, si atendemos a ciertas circunstancias, extrínsecas al documento, que parecen instruirnos acerca de la intención del Papa de dejar libre esta materia.  
24. Sobre la obligación de aceptar en conciencia las respuestas de la Comisión Bíblica, tenemos también como criterio externo a estas respuestas el mandato de San Pío X, expresado en su motu proprio Praestantia Scripturae (D 2.113) (16).  
Conocemos asimismo como criterio externo acerca del valor de algunas respuestas de la Comisión Bíblica, menos relacionadas con la fe y las costumbres, las declaraciones oficiosas del secretario y subsecretario de esta Comisión, con ocasión de la nueva edición del Enchiridion Biblicum (17). 25. En confirmación de estos criterios internos y externos que hemos expuesto, hemos de aducir la información oficiosa que apareció en el Osservatore Romano (20 de junio de 1962) acerca de un esquema de Constitución sobre la Iglesia, preparado para el Concilio Vaticano II:
«Al magisterio del Romano Pontífice, aun cuando no hable ex cathedra, se le debe el religioso obsequio del entendimiento y de la voluntad de los fieles en aquella medida que es requerida por la intención y la voluntad del Papa, que se deduce de la misma índole de los documentos, o de la frecuente exposición de una misma doctrina, o de la manera de expresarla».  
«La mente y la voluntad de los Pontífices se manifiesta principalmente a través de los actos doctrinales que se refieren a toda la Iglesia, como son, por ejemplo, algunas Constituciones apostólicas o Encíclicas o alocuciones especialmente importantes. Estos principales documentos del Magisterio ordinario de la Iglesia contienen habitualmente doctrinas ya conocidas, pero que son expuestas con mayor claridad y precisión» (18).
Tomado de:
Nicolau, M. Magisterio «ordinario» en el papa y en los obispos. En rev. «Salmanticensis» 9 (1962), pp. 461 y ss.


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[*] N. de R.: Traducción del texto: "Y si los sumos pontífices, en sus constituciones, de propósito pronuncian una sentencia en materia hasta aquí disputada, es evidente que, según la intención y voluntad de los mismos pontífices, esa cuestión ya no se puede tener como de libre discusión entre los teólogos." (fuente).

lunes, 19 de junio de 2017

Si reconocer el error debilita la autoridad



Muchas veces nos hemos ocupado de cuestiones relativas al magisterio de la Iglesia y a los problemas suscitados por las novedades del Vaticano II. El autor del texto que traducimos en esta entrada ha publicado una disertación doctoral sobre la autoridad del magisterio no infalible. Conoce el contraste de opiniones entre Ocáriz y Gleize (FSSPX). Y formula argumentos para confrontar críticamente la postura neoconservadora del primero, la cual niega pueda darse error en el magisterio no infalible. Todo aparente error se solucionaría mediante la hermenéutica; y esta sería el único remedio para los problemas doctrinales del Vaticano II. Pero más interesantes nos parecen los argumentos esbozados por el autor contra la opinión que sostiene no debe admitirse el error por las consecuencias que ello tendría para los fieles sencillos. Ahora bien, si por una parte es cierto que reconocer un error podría debilitar la autoridad del magisterio sobre algunos fieles, ¿qué consecuencias tendría sobre otros no admitir los errores, violentando los textos más allá de su letra y sentido?

Una contradicción entre dos enseñanzas no definitivas, en principio, no sería alarmante. Si dos enseñanzas se contradicen entre sí, entonces una de ellas contiene un error. Pero los teólogos consultados en esta tesis coinciden en que es posible que una enseñanza no definitiva contenga un error doctrinal (aunque estén en desacuerdo sobre la probabilidad de tal acontecimiento), y por lo tanto, tal error no necesita afectar la comprensión católica del magisterio.
Sin embargo, en la práctica, el impacto de tal contradicción puede ser significativo para muchos católicos. Después de todo, los cambios incluso en asuntos que no tienen nada que ver con la doctrina -como el lenguaje de la liturgia- han conmocionado y escandalizado a algunos católicos (mientras reconfortan a otros). Esta es una de las razones por las cuales las Congregaciones Romanas han declarado a veces que ciertas proposiciones «no se pueden enseñar con seguridad» y los teólogos han aplicado la nota teológica de «ofensiva a los oídos piadosos» a ciertas proposiciones, incluso cuando la verdad de la proposición no era la discusión principal.
Predecir el impacto sociológico y psicológico de tal contradicción es difícil. No sólo el «escándalo» es difícil de medir, sino que un hecho que escandaliza a una persona puede tranquilizar a otra. Dulles y Harrison temen que si se admite que la Iglesia ha enseñado erróneamente acerca de la libertad religiosa, tal admisión daría munición a quienes sostienen que la enseñanza de la Iglesia con respecto a la anticoncepción artificial está en el error. (146)
[...]
Por otra parte, quienes se preocupan de que la admisión de un error lleve al escándalo debieran considerar que la insistencia en la no contradicción puede conducir a problemas serios cuando se la lleva más allá de los límites de plausibilidad. Algunos de los teólogos que sostienen que no hay contradicción entre la enseñanza papal del siglo XIX sobre la libertad religiosa y la enseñanza de Dignitatis humanae ofrecen una interpretación de una (o ambas) de estas enseñanzas que habría sorprendido a los autores originales.
Al hacerlo, parecen estar argumentando que la enseñanza magisterial autoritativa siempre debe ser verdadera si se interpreta correctamente, pero que esta interpretación verdadera no puede ser descubierta sino décadas o siglos después de que se proponga la enseñanza. Esto parecería socavar nuestra capacidad para estar seguros del significado de cualquier enseñanza, un resultado que menoscabaría el valor del magisterio mucho más que admitir errores ocasionales en la enseñanza no definitiva. Además, cuando un teólogo, frente a una aparente contradicción entre dos documentos, ofrece interpretaciones altamente inverosímiles de estos para defender su verdad, hace que los fieles tengan menos probabilidades de confiar por completo en la labor teológica. Comparando dos enseñanzas magisteriales sobre la libertad religiosa de diferentes siglos, Brian Tierney escribe: «Presentar la segunda declaración [Dignitatis humanae] como un “desarrollo” de una sola verdad católica inquebrantable que estaba implícita en la primera es, sin duda, tensar demasiado la credulidad humana. Un hombre que cree esto, creerá cualquier cosa» (148).

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(146) Dulles, Dignitatis Humanae and Development, 51; Harrison, Religious Liberty and Contraception, 8-9. Estos pasajes enumeran varios teólogos que sostienen de modo explícito que el cambio en materia de libertad religiosa habilita la mutación de otras enseñanzas. 
[...]
(148) Brian Tierney, Origins of Papal Infallibility 1150-1350: A Study on the Concepts of Infallibility, Sovereignty and Tradition in the Middle Ages, 2nd printing with postscript (New York: E.J. Brill, 1988), 277. La descripción que hace Tierney de las posiciones de sus oponentes no es del todo fiel, y traduce mal una palabra clave del decreto del Lateranense IV, pero estos detalles son irrelevantes en cuanto a medir el «escándalo», el cual es en cierto aspecto una reacción emotiva. 

Tomado y traducido de:
King, L. The Authoritative Weight of Non-Definitive Magisterial Teaching. A dissertation submitted to the Faculty of the School of Theology and Religious Studies of The Catholic University of America in partial fulfillment of the requirements for the degree Doctor of Philosophy. Washington (2016), pp. 413-415.



viernes, 16 de junio de 2017

¡Divertite!




Ha sido ampliamente difundida la idea de que la época con la que se asocia a Santo Tomás, la mal llamada “Edad Media”, fue un tiempo lúgubre, oscuro: tenebroso. Mil años de oscuridad iluminados sólo por las hogueras de la Inquisición, dicen. Período desgraciado si los hubo… Pues bien, es hora de terminar de una vez con esta tremenda injusticia. No se trata tampoco de idealizar al Medioevo como si hubiera sido una suerte de paraíso en la Tierra. Pero tampoco fue el averno, como muchos pretenden. ¿Por qué, entonces, tanto empeño en demonizar a este período histórico? Los motivos son ideológicos. Y su refutación se encuentra con precisión y detalle en la obra monumental de un sinnúmero de historiadores de la talla de Rubén Calderón Bouchet, Règine Pernoud o  Daniel Rops.
Entre las múltiples acusaciones que se le lanzan a esta época está la de haber sido un tiempo triste. Por ejemplo, en un artículo de divulgación académica, la filósofa mexicana Paulina Rivero Weber sostiene que tanto para los griegos como para el cristianismo, la risa era considerada algo deleznable. La autora hace tal afirmación basándose en lecturas tendenciosas y descontextualizadas de Platón, Aristóteles y las Sagradas Escrituras, dejando de lado muchos otros textos que fácilmente echan por tierra su tesis. Asimismo, en la afamada obra de Umberto Eco “El nombre de la rosa”, se presenta esto mismo —a saber: para el cristianismo la risa es pecado— con la fuerza que pudo darle la pluma brillante del gran escritor italiano.
Pero la verdad de la milanesa, amigos, es otra. Pues en el Medioevo los pecados capitales no eran siete como en nuestros días, sino ocho. ¿Qué cuál era el octavo? El octavo pecado capital era la tristeza. Y el saber distenderse y recrearse de manera ordenada era considerado una virtud. ¿Y quién dijo eso? Lo dijo Santo Tomás de Aquino, siguiendo a Aristóteles y a su Ética a Nicómaco. En efecto, puede encontrarse todo un tratado de la “sana diversión” en el pensamiento del Aquinate. El nombre de esta virtud es eutrapelia. Y como cada virtud natural, tiene dos vicios contrapuestos. Por un lado, la agroikía: falta de distensión y recreación. Lo que hoy llamaríamos un amargado; por otro lado, la bomología: el bromista desubicado, que hace chistes fuera de contexto. El inmaduro que toma todo en para el chiste.
El gran escritor argentino Hugo Wast, en su genial tratado sobre la escritura, hace una mención de la eutrapelia. Y propone a la literatura como una de sus formas. Esto se extiende a todas las artes. Tanto la producción como la contemplación, el gozo artístico, son actividades eutrapélicas. Así ocurre con los deportes: jugar un partido de fútbol es beneficioso no sólo para el cuerpo, sino también para el alma. Pues esta, al igual que el cuerpo, necesita recrearse y distenderse. Esto lo sabían bien los medievales. Lo sabían y lo vivían. De ello dan cuenta investigadores del CONICET como Silvia Magnavacca o Carlos Aristarita, quienes han publicado artículos en el diario Página/12, en el que defienden a este período luminoso. Y se preguntan  “cómo podemos llamar oscura a una Edad que amó tanto la vida, que considera un pecado bajar los brazos ante ella”. Esto, sumado a la mayor proliferación de santos en la historia, no dista mucho del paraíso en la Tierra: ese que perdimos por el pecado, ese al que aspiramos llegar —por la gracia de Dios— a través de la virtud.
Pablo Grossi
SITA Argentina

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jueves, 15 de junio de 2017

Una dosis de sentido común


«Acabo de leer acerca de alguien que piensa abandonar la Iglesia por las acciones del Papa Francisco, en particular por su reciente y polémico nombramiento en la Pontificia Academia para la vida... ¿Mi reacción? Necesitamos dejar de entender el catolicismo de manera vaticano-céntrica. Claro, el Papa es el Sumo Pontífice, pero nuestra fe no debe depender obsesivamente de cada palabra, decisión o tweet emitido por el Vaticano. No se supone que sigamos "los asuntos del Vaticano" como si fuera un deporte. Creemos en la Escritura y la Tradición, que son inmutables, y el Papa está allí (entre otras cosas) para aclararlas para nosotros cuando hay necesidad. Sólo recuerde que durante casi toda la historia de la Iglesia los católicos no tenían manera de saber, y mucho menos de preocuparse, sobre las decisiones cotidianas tomadas en el Vaticano (o en Letrán, Aviñón o lo que fuera). A menudo los católicos no tenían manera de saber “quién” era el Papa en ese momento. Y esto no les impidió ser buenos católicos, obedientes. Así que tengamos cierta perspectiva y detengamos nuestra “papolatría”, nuestra fijación obsesiva con el Papa.» (Francisco J. Romero Carrasquillo).

lunes, 12 de junio de 2017

¿Qué aspecto tendrá la Iglesia del año 2000?

En 1969, el entonces sacerdote y profesor de teología Joseph Ratzinger, emitía una serie de charlas en un programa radiofónico de su país. En 1970, se publicó un libro de cinco capítulos con estas charlas, traducido al español bajo el título «Fe y futuro». Una de las cuales se titula como esta entrada, y puede leerse completa aquí. Vamos a dar una síntesis de esa charla, con alguna modesta crítica a uno de sus puntos.
1. El teólogo no es un adivino y tampoco un futurólogo. Ha de ser cauto con los pronósticos. No obstante, puede vislumbrar el porvenir de la Iglesia, siempre que tenga en cuenta las limitaciones  que determinan el abismo del ser humano y el abismo más profundo de Dios.
2. En épocas de crisis, el hombre necesita reflexionar sobre la historia: una mirada retrospectiva al pasado, y, a partir de ahí, la reflexión sobre las posibilidades del  porvenir. La mirada retrospectiva no permite predecir el futuro, pero sí aminora la ilusión de lo completamente único, de creer que se vive un presente absolutamente original.
3. Nuestra actual situación eclesial es comparable, en primer lugar, al período del llamado modernismo, a principios de siglo; y también al final del rococó, apertura definitiva de la edad moderna con la ilustración y la revolución francesa.
4. El futuro de la Iglesia, según Ratzinger, no vendrá de aquellos que
- sólo dan recetas,
- sólo se acomodan al instante actual,
- critican sólo a los otros y se aceptan a sí mismos como norma infalible,
- sólo escogen el camino más cómodo, evitan la pasión de la fe, y tienen por falso y superado todo lo que exige al hombre, lo que le duele, lo que le obliga a renunciar a sí mismo.
Vendrá de la fuerza de aquellos que tienen raíces profundas y viven de la plenitud pura de su fe. Digámoslo positivamente: el futuro de la iglesia, también ahora, como siempre, ha de ser acuñado nuevamente por los santos.
5. El discurso vacío del progresismo inmanentista. Hay quienes profetizan, y hasta alientan, una Iglesia sin Dios y sin fe. No necesitamos una iglesia que celebre en «oraciones» políticas el culto de la acción. Nos es completamente superflua y perecerá con toda espontaneidad. Permanecerá la Iglesia de Cristo. La iglesia que cree en el Dios que se ha hecho hombre y nos promete vida más allá de la muerte. Del mismo modo, el sacerdote que sólo es un funcionario social, puede ser sustituido por psicoterapeutas y otros especialistas. Pero el sacerdote que no es especialista, que no se está mirando al espejo al dar asesoramiento ministerial, sino que, a partir de Dios, se pone a disposición de los hombres, que está a su servicio en su tristeza, en su alegría, en su esperanza y en su angustia, éste seguirá siendo muy necesario.
6. Triunfalismo y derrotismo. Tal vez este punto [página 6 y ss.] sea uno de los más polémicos del escrito de Ratzinger. Nos recuerda algunas reflexiones de Danielou, que publicamos en una entrada bajo el título ¿Cristianismo de masas o de minorías? La Iglesia del porvenir ¿será de masas o de élites? El pronóstico de Ratzinger se inclina por la segunda posibilidad. Además, vislumbra una Iglesia cada vez menos relevante en la sociedad. Esto es cada día más un hecho notorio. Pero «de la forma dada a la sociedad, conforme o no a las leyes divinas, depende y se insinúa también el bien o el mal en las almas» (Pío XII). Por tanto, estamos ante un mal social objetivo, que siempre habrá que lamentar y por cuyo remedio habrá que trabajar, sin desesperar si no se logra un resultado visible. En este punto el escrito de Ratzinger no parece deplorar suficientemente esta triste realidad. Cierto que puede haber Iglesia sin Cristiandad; que sólo la pertenencia a la primera es necesaria para la salvación; y que mientras la Iglesia es indefectible, la Cristiandad no lo es. Pero no menos cierto es que la destrucción de un orden social cristiano es una circunstancia lamentable, en la medida en que disminuye importantes facilidades sociales para que los hombres se salven.

domingo, 4 de junio de 2017

Marcelo, dejate enfriar


Monseñor Marcelo Sánchez Sorondo parece estar furioso con la medida tomada por el presidente Donald Trump de retirarse del acuerdo de París sobre el cambio climático. Ha declarado que «La decisión de Trump de retirarse del acuerdo de París significa un desastre para todo el globo porque Estados Unidos naturalmente tiene mucha importancia y es un país que muchos siguen. Es un desastre en sí mismo y es una cosa que va contra la encíclica “Laudato Si’”, que el Papa le mostró al presidente cuando estuvo aquí la semana pasada». No contento con anatematizar al nuevo «heresiarca antiecologista», ha dado un paso más: «Pero han prevalecido seguramente los que le han dado dinero, que son algunas compañías de petróleo».
Sorprende que Sánchez Sorondo, alguien que debiera estar muy empapado del valor epistémico de la climatología, no acepte la posibilidad de que el «calentamiento global» no sea debido a la acción humana, sino que se origine en otros factores.
Nuestra humilde sugerencia para Monseñor: dejate enfriar.
Una segunda opinión
Por Enrique García-Máiquez
El planeta se ha rasgado las vestiduras a la de una cuando Trump ha decidido salirse del Acuerdo de París sobre el cambio climático. Leo los titulares de la prensa más internacional y me entra la risa más floja. The Guardian afirma que con esto Donald Trump ha cimentado su puesto de peor presidente de la historia de Estados Unidos. Teniendo en cuenta que acaba de empezar, quizá haya que imputar tal cimentación a los sólidos prejuicios previos del periódico. El País no ha quedado atrás: "La era Trump, oscura y vertiginosa, se acelera". Y para que no nos quepan dudas del tono La guerra de las galaxias: "Estados Unidos ha dejado de ser un aliado del planeta".
Mi risa floja viene avalada por Lévinas, que glosaba un precepto bien sabio del Talmud: "Si todos están de acuerdo en señalar a un hombre como culpable, soltadlo: es inocente". La unanimidad suele terminar linchando al discrepante y empieza bloqueando cualquier asomo de crítica o escepticismo. Pero el que se opone, definía Ambrose Bierce, nos ayuda con sus obstrucciones y objeciones. Siempre hay que pedir una segunda opinión.
Trump viene a darla, rompiendo una unanimidad que acalla y coacciona a los científicos que, con argumentos nada desdeñables, dudan de que el calentamiento sea antropogenético. Lo hace renunciando a un acuerdo inconcreto y procrastinador que no gustaba a los ecologistas y que había firmado por Obama con dudoso rigor jurídico interno.
Por otra parte, no ha engañado a nadie más que a quienes piensan que programas y promesas electorales son papel mojado. Que, visto el nivel de escándalo planetario, son prácticamente todos, incluyendo a los más demócratas. Esto habría que estudiarlo: qué poca fe en el contrato electoral. Trump, en cambio, ha reconocido: "Fui elegido para representar a los ciudadanos de Pittsburgh, no de París".
Por supuesto, la reducción de emisiones de CO2, afecten o no al cambio climático, es muy deseable y las formas de Trump no son las más delicadas. Pero no se puede romper ninguna unanimidad global (y Trump lleva varias) con maneras exquisitas. Romper es romper. A veces, son nuestros defectos los que cimientan nuestras virtudes. Trump, al precio pequeño de salirse de un acuerdo no vinculante y más simbólico que real, ha abierto el campo a la discusión científica y política, nos ha ganado la libertad que reina en las controversias y ha cumplido, de paso, con sus votantes.
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